Rosaura se subió a sus rodillas
para sentir el abrigo de unos brazos en una casa que ahora, con la llegada del
Santiago, se tornaba diferente porque había más bulla, menos silencio para
hacer las tareas escolares y muchos pañales para lavar que parecían primates en
la soga del patio. El cielo se abría inspirador para albergar la perfección del
amor.
-Yo no voy a comer-dijo Juan José,
pálido, con el ceño fruncido.
-Por qué, no le hagas la vida
difícil a tu madre que ahora tiene más trabajo.
-Me siento enfermo. Me voy a la
cama.
Juan José tenía fiebre y le dolía
el estómago. Magdalena, inmersa en el caos, envió al tío Agustín en el sulky a
buscar al doctor Santos. En el camino lo sorprendió la lluvia y pensó que ya no
existirían pócimas para su resfrío. Los ruidos del pueblo se acercaban con olor
a barro y a salsa de tomates con zanahorias ralladas. El médico se abrigó, tomó
su paraguas y subió al sulky que parecía una calesa destruida por algún
huracán. Por el camino arañando la borrasca, esos hombres parecían acallados
por el espanto, jinetes que galopaban en busca del trueno, humildes estatuas de
lodo…
“¡Qué vida!”, pensó con un gesto de
hombre acostumbrado a los desafíos por su vocación de servicio.
En la casa, todos parecían estar en
presencia de los deudos y frente a las ruinas de un funeral. Cuando el doctor
Santos examinó a Juan José se dio cuenta de que tenía inflamación en los
intestinos, producto de alguna comida que le produjo alergia o por algún
acontecimiento que lo conmocionó tanto a tal punto de debilitarle las defensas.
Le dio unos antibióticos que el tío Agustín compró cuando llevó de regreso al
pueblo al médico que parecía un emú por su cabeza desnuda y mojada. El doctor
era un amigo de la familia que se entregaba a su vocación con la humanidad de
un gran profesional.
-Gracias por el sacrificio.
-Es mi deber. Le digo algo si me lo
permite: cuiden a ese niño porque es muy sensible.
Seguramente, Juan José habría
sentido celos por la llegada de Santiaguito. Él era muy retraído y el hecho de
no poder manifestar sus sentimientos lo paralizaba, se guardaba todo para sí y
luego estallaba con una enfermedad psicosomática. Magdalena no entendía nada de
psicología y lo retó mucho:
-Tendrías que estar ayudando a tu
madre en vez de imitar los actos de un bebé. ¡Será posible! Sola con todo.
Juan escuchó esos comentarios y
volvió a esconderse en su caparazón. “Yo no existo para ella”, pensó.
¿Por qué Juan Waner no tomaba las
riendas de su hogar? ¿Era una situación cómoda para él no asumir
responsabilidades porque sabía que había otra persona más capacitada que podía
enfrentarlas?
Lo cierto era que existía un pasado que estaba en primer plano y que se manifestaba como un impedimento poco sanador que removía situaciones disociadas. Todo era más fácil, pero él lo complicaba sin medir las consecuencias porque decía que así era su carácter. Era una manera de convencerse de que tenía una esposa que, por su omnipotencia, no quería ni necesitaba ayuda; sin embargo, el tío Agustín estaba allí para ofrecer sus servicios por casa y comida. El tanguero, enredado en el tedio de los guapos, podía penar en algún arrabal pero jamás se negaba a ser solidario.
Al otro día Bernardo, el hermano de
Juan, se acercó a la granja con su media docena de perros para ver a Santiago
que, desde la cuna, le sonreía como si ese rostro le diera muchísima gracia.
Con el aleteo de sus manos quería alcanzar el rostro que le hablaba como si
fuera un niño tonto.
-¡Varón tenías que ser! ¡Al campo
hay que llevarlo…!-gritaba Bernardo que era un poco rústico para demostrar los
sentimientos.
Bernardo era soltero porque todavía
no había encontrado alguna dama que tuviera dinero. Él era muy materialista y
sólo le interesaban las candidatas con varias hectáreas de campo; seguramente,
para que pudiera mantenerse sola porque Bernardo no gastaba un peso. En su
altar de bolsas y cartones, guardaba el tesoro que iluminaba su camino con la
porfía, la lucha desigual y la tranquilidad de tener los bolsillos llenos.
-¡Bah!-rezongaba. Parecía
molestarle todo lo que lo rodeaba y siempre se hallaba disconforme.
-¡Cuándo te vas a casar, hombre!
Eres medio “cantimple”-le dijo Juan.
-¡Bah!
-Es mejor estar acompañado en la
vida, tener a alguien con quien compartir los momentos.
-Bueno, me voy…-dijo bruscamente y
salió como disparado de la cocina templada. Iba quejándose y murmurando bajo la
llovizna:
-Está chispeando…
La familia se reía de sus
ocurrencias porque era un personaje algo grotesco que los divertía mucho.
Bernardo tenía un gran corazón. Quería a Rosaura y a Juan José como si fueran
sus hijos pero frente a ellos se mostraba hosco, rudo y sin sentimientos. Era
un hombre implacable con la inquietud del aburrido y la ansiedad del que espera
una utopía.
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