Un recorrido por la historia de todos los tiempos... y además mis ficciones. Luján Fraix
Rosaura, quien ya tenía veinte
años, era solidaria; realizaba las tareas de la casa y ayudaba a su madre.
Siempre sabía lo que debía hacer sin quejarse de la rutina que le imponía
Magdalena. Si algún familiar estaba enfermo lo iba a cuidar por varios días y
acompañaba a los deudos cuando fallecía un tío, primo o abuelo. Se quedaba
eternas temporadas en casas ajenas para servir a aquellos que sufrían. ¿A ella
quién la miraba? ¿Acaso su alma no necesitaba la misma atención?
Su mundo era bastante estrecho; se limitaba
a llevar a su hermanito Rubén al colegio de San Jerónimo Sud y luego regresaba
en el sulky. Hacía comidas para los labradores, pelaba papas y no soñaba con el
futuro porque vivía el presente, sin dramatismos ni alegrías. Lavaba su
angustia con los lamentos de Magdalena a quien, tal vez, no le gustaban las
tareas hogareñas.
-¡Vamos que ya es tarde!-le gritaba
a Rubén a la salida de la escuela porque el niño se entretenía jugando con los
compañeros.
-¡Ya voy!
-¡Vamos!-decía Rosaura y lo tomaba
de un brazo con energía.
En el sulky, casi al anochecer, se
los veía llegar como ánimas en el desierto. Rubén venía golpeándole la espalda
a Rosaura que manejaba el sulky con vigor. El niño se rebelaba con una hermana
que actuaba como madre porque se elevaba majestuosa imponiendo una guerra
innecesaria para él.
Rosaura no tenía ilusiones.
Magdalena no quería que tuviera novio porque decía que los hijos varones se
tenían que casar primero; Juan José parecía un solterón aburrido que moriría en
el abandono y Rubén era muy chico. Juan, el padre, alemán de pocas palabras, no
intervenía en los asuntos porque le resultaba tedioso lidiar con su esposa que
dominaba las situaciones con delirio o con sabiduría, pero siempre firme sin
reconocer errores.
-Las hijas mujeres se quedan a
cuidar a sus madres viejecitas. Después, si tienen tiempo, se casan con algún
hombre maduro.
Rosaura tenía pretendientes que
eran amigos de la familia pero a ella no le interesaban y a su madre tampoco. A
veces, iba a algún baile a Rosario acompañada por sus tías solteras: Catalina,
Regina y Antonia Shalli. Ellas eran señoritas de elevada clase social, muy
distinguidas y arrogantes, que hostigaban a candidatos con rango y título; lo
curioso era que dejaban pasar la vida amando todas al mismo hombre.
Rosaura era mucho menor y cuando se
quedaba en la residencia unos días, porque iba a aprender corte y confección,
tenía que atenderlas como soberanas. ¿Por qué Rosaura no se rebelaba ante la
madre y las tías? ¿Era demasiado pusilánime?
José Shalli, muy anciano, le
contaba cuentos a Rubén. Al niño le gustaban los relatos inventados por un
abuelo de bigotes blancos. A menudo, el pequeño buscaba en una pila de discos
de música el tema “El borracho” y cuando lo hallaba, ambos lo ponían en el
fonógrafo. Disfrutaban de la velada como dos criaturas. Don José se asombraba
de la sencillez con alegría cuando la iluminaban las imágenes pueriles.
Rosaura los miraba de lejos, bajo
la bóveda cargada de estrellas que eran sus almas amigas, con la aspereza de un
espíritu aburrido por el hastío de los días. No conocía la manera de amar o de
demostrar el cariño y se abrazaba a la fuerza de las infinitas señales que no
podía descifrar del todo. Ella vivía para los otros y había nacido con esa
misión. No pensaba en fugarse ni en quitarse la vida, tampoco en huir a un
convento para hallar la paz. Rosaura era una mujer sin futuro que caminaba como
los trenes en la certidumbre del riel.
En ese mundo veía culminar sus años
enredada en la telaraña tejida por Magdalena; sin embargo, ella la amaba
muchísimo. Imaginaba la inasible ternura de una madre que gobernaba con la
victoria de un rey que no comprendía las necesidades de una familia. A veces,
sentía lástima por ella y por su manera absurda de querer.
Magdalena y José Shalli, su padre,
eran casi la misma persona.
Esa tierra de gringos, de
campeadores con aperos y cuchillos, era el lugar que le habían donado los
antepasados, la simiente de las nuevas eras donde los gauchos habían dejado sus
glorias y sus vestiduras para disfrazarse de caballeros, la identidad de los
campos arraigada a la lucha por conservar el suelo, la unión de los chacareros,
la solidaridad entre las colonias que se consideraban vecinas.
**
Juan José, de dieciséis años, le
hacía frente al famoso tío Bernardo porque lo veía gruñón y divertido, ardiente
para hablar y entregado a los desajustes del presente. Al hombre no le
interesaba la soledad ni el futuro porque pensaba que sería eterno y que no
necesitaría de nadie en las postrimerías de su vida. Él nunca se enojaba en
serio porque pensaba que manejaba los hilos de esa existencia sin imaginar que
los años se iban sin alertar a nadie y que un imprevisto podía desbaratar para
siempre el sendero trazado. El azar lo había elegido para escuchar, para ser el
bálsamo, el gesto fraternal, el hermano que envejecía sin darse cuenta.
-Tienes que casarte. Conocí una vez
a una novia tuya que parecía muñeca de cera, era amable y vergonzosa-le comentó
Juan a su hermano.
-No tenía ni un ladrillo.
-Y eso qué tiene que ver; así jamás
vas a encontrar a alguien. ¿Y si te enamoras de una mujer pobre?
-¡Nunca!
-Tío, disculpe nuevamente, conozco
una que tiene un poco de tierra debajo de los zapatos-se rio Juan José.
Bernardo, quien no se tomaba nada
con seriedad, celebró la ocurrencia del sobrino pues lo divertía muchísimo.
Esos goces lo traían a una verdad que él negaba como un rictus.
Rosaura, en cambio, respetaba a ese
hombre que le parecía grande y enmohecido por los lodazales, que no podía enmendar
errores porque pensaba que era perfecto. Él formaba parte del paisaje rural,
algo errabundo, pero libre. El tío Bernardo no necesitaba de nadie para ser
feliz porque en sus esporádicas visitas se mostraba hosco como un viejo sin
remedio. Él se entregaba a la gloria de los caminos, al saucedal, a los
temblores de la pampa gringa, porque era un gaucho de añosa corteza.
-Ya se viene la yerra-dijo el tío-.
“Parando rodeo”, a puro lazo y caballo, como se hacía antes, era mejor. ¡A
campo abierto!
-Puede ser. Para mí “a corral” es
más simple y menos violento-comentó Juan que odiaba el maltrato.
A la sombra del alba, Magdalena
lavaba pañales y rezaba al Padre Santo por la salud de Rubén a quien protegía
con pavor entre una borrachera de letanías. Juan amaba a ese niño que parecía
algo frágil y muy bondadoso. Es que a pesar de sus seis meses, Rubén parecía un
angelito escapado de algún cobertizo que poseía la lumbre de la vida. ¿Era real
esa criatura?
-El alma de Santiaguito duerme en
este cuerpecito con la dicha de un mutismo que le da voz.
-Madre, usted dijo que los muertos
descansan en las estrellas-dijo Rosaura desorientada.
-Bueno, también… Es que cuando
quieren están en todos lados.
Era inútil tratar de contradecir a
Magdalena porque ella misma no aceptaba la adversidad. Siempre quiso resurgir
del sitio de pobreza y ahora lo único que le importaba era regresar al pasado
para recuperar a su hijo muerto. Rubén no era un gorrión caído sino el
equilibrio de una batalla que debía terminar.
Juan la veía como un ser que se
debatía entre la paz que deseaba alcanzar y una ansiedad que rozaba lo
irracional. Ese cuerpo sin gobierno iba a enfermarse en cualquier momento ante
el vacío que, como un ultraje, se apoderaba de su energía. Del leño brotaba la
llama en entrega total pero ella, en continua búsqueda de la perfección, sentía
el fracaso.
Magdalena siempre estaba mal del
hígado pero comía brócolis con cebolla, ajo, queso de cabra, huevos y pimiento
verde, con la avidez de alguien que necesitaba llenar un profundo hueco para
lograr tranquilidad espiritual. Mucho aire para respirar y pocos pulmones para
recibirlo. En su prisión el vicio más grande que tenía eran las salsas de
hongos de pino y champignones, echalottes, vino tinto, crema de leche y
pimienta, pero luego de esos banquetes tenía que llamar al doctor Santos porque
sentía que se iba volando a descubrir el universo de las estrellas. Era una
mujer muy necia.
-¡Para qué comes tanto! ¡No sabes
que te hace daño!-gritaba el abuelo José Shalli en la habitación de Magdalena
adornada con candelabros, vírgenes, rosarios y ángeles. Detrás de las cortinas,
había hierbajos, redomas, teas coloradas y hojas de laurel.
El hombre no entendía que su hija sufría
un desajuste emocional que la llevaba a la inercia total porque se sentía muy
sola y destrozada por una realidad que no podía asumir. Ama y señora de las
brumas arrastraba a todos al confín sin medir las consecuencias.
-La desgracia es la rotura que mancha
porque lleva sangre en la herida.
-Deja de decir necedades y
despabílate…
-Padre, no me contradiga porque me
voy a ver obligada a decirle que se retire de esta casa para siempre.
-Sabes que me necesitas pero eres
muy orgullosa. ¡Yo te eduqué así! y me siento muy honrado por eso.
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QUERIDA ROSAURA
----------------------------Madre, La lucha femenina, Santas, Jane Austen, retratos literarios, Los inmigrantes, El sacrificio, Madre hay una sola.
Bernardo comenzó a llamar a los
perros a los gritos porque se iba para su granja; tenía que arrear las ovejas y
ya se le estaba haciendo tarde. El tío Agustín tocaba el acordeón debajo de los
tilos mientras Juan José lo acompañaba con la flauta. Eran dos bohemios
inmersos en un presente desplomado que aleteaba para surgir, con estrépito, a
la superficie.
-Bah… a estos le falta coraje-dijo
Bernardo cuando pasó arrastrando los pies seguido por seis de los ocho perros
que lo habían seguido hasta la chacra de su hermano.
El tiempo curaba los dolores del
alma y daba paso al recuerdo que era solamente el punto de retorno a la
infancia, a los segundos de felicidad contados y al esfuerzo de levantarse por
las mañanas para ver cómo las langostas se llevaban los sembrados. Todo
resultaba demasiado difícil para algunas personas que no sabían las artimañas
lógicas y necesarias para llevar adelante los negocios.
En el campo la naturaleza manda y
eso cada uno lo sabía de antemano por eso seguían las leyes de los ancestros
sin claudicar nunca, con la convicción de que se luchaba para preservar el
patrimonio frente al pueblo sofista. Los
sueños de los abuelos plasmados en el gesto de los nietos. El milagro repetido.
Juan Waner se dejaba arrastrar por
las palabras de su padre, don Julio:
-La tierra no se vende.
Esas ideas eran como códigos
impuestos y se llevaban el orgullo. El campesino debía, por tradición familiar,
respetar el sacrificio de los inmigrantes que dejaron su vida y un legado. Por
eso Juan era demasiado manso y se entregaba a la apatía; parecía que no le
importaba la sequía, el precio del cereal y los impuestos. Es que sabía que
aunque pasara lo peor, él tenía que seguir firme, en batalla, defendiendo el
patrimonio con el mismo temple que sus antecesores. Vivir y morir para esa
Patria que lo vio nacer, con la capacidad que Dios le dio y la preocupación honda
que le laceraba las arterias. No podía demostrar lo que sentía ni enojarse como
su hermano Bernardo porque el impedimento para expresarse se había transformado
en una enfermedad. El silencio atronaba en los oídos de su familia que solía
gritarle:
-¡Papá, mira el dibujito!
-Muy lindo, hija-decía Juan a
Rosaura que se había escapado de Magdalena en dirección al galpón donde su
padre estaba arreglando el tractor.
-Mamá quiere mandarme a la casa de
las tías para que después vaya a estudiar corte y confección, pero yo quiero
aprender a tocar el piano.
-Vamos a ver…
-¡Quiero estudiar piano!
-¡Niña, calma!
Rosaura le pedía a su padre con la
desesperación de alguien que sabía que jamás iba a poder tener sus gustos
porque Magdalena manejaba su vida de manera arbitraria. La niña temblaba,
lloraba un poco y luego se tranquilizaba. Tomaba entre sus brazos a un gato y
se lo llevaba a su cama a dormitar en el cobertor de lana amarilla.
Evidentemente, se sentía muy sola y esa esfera peluda era una compañía que no
le hacía reproches ni le ordenaba cuáles eran sus deberes y obligaciones. El
felino era el remanso de templanza que la acercaba a los carruseles y a las
barcas de papel.
-Las noches se dibujan con sueños,
sabes-le decía a Milo que la miraba arrobado con un sopor de gato aniñado-. En
el cielo está Santiago que llora porque quiere regresar; en ese momento tiembla
la tierra y se desprenden los cristales para formar nuevas estrellas
diamantinas donde irán a vivir otros bebés.
Rosaura estaba obsesionada con ese
firmamento abovedado y mágico que parecía arrastrarla a los confines. Se
aferraba a un vestigio de ternura en un coloquio íntimo, a vuelo de pájaro,
para inventar vivencias con palabras imaginadas.
-¡Ven a cambiar a Rubén!-se escuchó
una voz.
Magdalena la estaba llamando para
que fuera a atender a su hermano porque ella estaba haciendo la comida.
Había olor medicinal en ese cuarto;
los eucaliptos daban sombra sobre la ventana y en el borroso espejo se veía una
imagen: la madre-niña que sabía lo que era la melancolía porque alguien la
había elegido para ocupar ese lugar, para servir a los demás sin pedir nada a
cambio. Ella se brindaba, torpemente, con la inocencia de sus alas para atrapar
el amor que tanto necesitaba para crecer.
-¡No hay una cervecita!-gritó
Bernardo antes de entrar a la cocina-. Bah… acá tienen unos tomates-volvió a
decir arrojando el paquete sobre la mesa.
-Gracias por la generosidad-dijo
Juan José con ironía.
-No me cuesta nada.
-Por eso los trae… Disculpe, tío.
**
Para ellos la realidad era una
contradicción de la que no había que esperar nada. Para qué renegar por algo
que no tenía solución; lo mejor era abandonarse al hastío de los años, a la paz
de la siesta en un lugar propio que nadie les iba a quitar, al menos por el
momento. Los hombres dormidos respiraban despacio y las gotas de sudor le recorrían
la piel dorada por el fuego de las cosechas. Un jinete se acercaba al galope
hacia la tranquera, ellos no lo escucharon… porque los lamentos de los
pitiayumis, chiviros verdes y monteritos los dejaban sordos. La explosión de
los vegetales les mostraba los frutos, con la experiencia de haber nacido
labriego y el sosiego de su propia sencillez.
El poder del amor era más fuerte
que los conjuros, nació Rubén. No pudieron dejar de acordarse de Santiaguito
por quien elevaron una plegaria. El mismo párroco ofició la misa para el recién
llegado en la sala del hospital como la vez anterior porque Magdalena así lo
pedía siempre; era una forma de emancipar a ese niño de los acosos terrenales,
de las miradas oscuras, del poncho de chala, y de los destinos.
En la casa, la estaban esperando
todos menos Rosaura que no se despegaba del pequeño Rubén. Ella sentía algo
raro, emotivo y sobrenatural, que la ataba a esa criatura como si fuera su
propia madre. Rosaura tenía doce años pero había madurado el doble por la
excesiva responsabilidad a la que la sometía Magdalena. Una perfección que le
traía culpas y podría llevarla al fracaso.
En el campo, los hombres, con
errático paso, estaban construyendo el futuro con los terneros, las gallinas,
la quinta y el burro que se acercaba a la puerta a olfatear las migas de pan.
Inti, dios del Sol y de los cultivos, observaba desde su fecundidad el poder de
las raíces.
-Allá vienen…-dijo Bernardo quien
miraba hacia la calle donde una polvareda gris se acercaba a alta velocidad.
Don José Shalli las traía de regreso
a la chacra; Magdalena, su bebé y Rosaura que venía colgada del cuello de su
madre para mirar los ojitos cerrados de Rubén. Ella quería abrazarlo con la
ternura que guardaba desde que nació y que ocultaba por no encontrar
destinatario.
¿Necesitaba amor esa niña de mirada
transparente o simplemente comida como decía el abuelo? Ella quería sentirse
útil y presente, que alguien se diera cuenta de que estaba allí y que sufría
por no poder tener una infancia libre. Ahora poseía un motivo para permanecer
al asilo de las tapias.
Juan Waner, sin salir de su
letargo, no dejaba de admirar la valentía de su esposa que, con todo el dolor
por la pérdida de Santiago, tuvo la fortaleza necesaria para traer al mundo a
Rubén. Lo hizo para llenar el vacío y para sentir de verdad que la vida tenía
que continuar su marcha. Entre las fibras de ese cuerpo peñascoso había sangre
fuerte que podía borrar los gritos espectrales, la desolación de los
campanarios y sus badajos, la sombra de la despedida…
-Hay que ponerse firme, hombre-le
dijo José Shalli a Juan con un gesto de ironía que le abrió una cicatriz, con
la pena y la certeza de que ese anciano no cambiaría nunca.
-Seguro-contestó Juan que no se
atrevía a herir a nadie ni con el pensamiento.
-Usted es demasiado lento-volvió a
decir el abuelo.
Juan bajó la mirada y se retiró
porque sintió que los filos de su suegro lo estaban aniquilando por dentro.
“Hasta cuando…”, pensó cuando se
alejaba hacia el campo que era su único refugio.
-Basta, papá, no se da cuenta de lo
que dice, usted. Debería tener más respeto por mí que soy su hija y por el bebé
que acaba de nacer. Es tiempo que reflexione, ya está grande y debe tratar de
llevarse bien con aquellos que no tienen sus ideas. La gente no es toda igual.
Comprenda.
-Bueno, qué tanto, yo soy positivo.
No sé cómo me ven que me reprochan lo que hago. Yo no puedo opinar más… Es que
a los viejos no se los tiene en cuenta. ¡En la antigüedad a los ancianos se los
consideraba sabios!
-Sí, a los viejitos inteligentes-dijo
Juan José y salió corriendo para el patio para no escuchar los retos del
octogenario.
-Abuelito, mire al bebé. ¿No es
bonito?-dijo Rosaura tomando a José de la mano para acercarlo al moisés.
-Sí querida.
-A propósito, cuando yo me muera
quiero “una casita” para protegerme del clima.
-Qué cosas dice…
-No hable de morir cuando alguien
acaba de llegar al mundo-dijo Rosaura abrazándolo con ternura.
-Tienes razón, pequeña.
**
Las elecciones realizadas bajo el
gobierno de Uriburu no fueron precisamente un modelo de corrección y de
democracia. El candidato triunfante General Agustín P. Justo fue consagrado
mediante un fraude electoral consentido públicamente por las autoridades.
El General Justo, quien había
intervenido en la revolución que derrocó a Irigoyen, fue apoyado por los
radicales antipersonalistas, conservadores y socialistas, los cuales habían
formado una coalición llamada “
Durante su gestión gubernativa se
creó el Banco Central de
Las nuevas industrias, con la
política de sustitución de importaciones, se orientaron hacia los productos
textiles, químicos y mecánicos. En 1935 la producción superó a la agrícola y se
acentuó la concentración del proceso de industrialización entre San Nicolás y
Rosario.
A los eriales de hierbas apenas
maltratados por los cañadones cubiertos de lodo o pajonales de totoras y
cortaderas, sucedían los cultivos formando chacras alambradas de cincuenta o
más hectáreas, cada cual con su casco y galpones donde se guardaban los
elementos de labranza. El ganado en los rastrojos de avena esperaba las cosechas
que se aproximaban con incertidumbre. Cada año un desafío.
Rosaura parecía una zagala de los
campos de Soria. A los doce años ya lavaba pisos, preparaba el locro para los
peones con maíz blanco, charqui, carne de cerdo salada, chorizos, porotos…,
criaba gatos y gallinas y obedecía ciegamente a Magdalena que estaba por dar a
luz a un hijo. Los ecos de tantos rezos habían llegado a oídos del Señor que
les había obsequiado la gracia de una nueva lucerna que ya alborotaba los
trinos y las paltas.
La nostalgia de lo que no pudo ser
había quedado atrás y la familia estaba feliz con la llegada del heredero. No
querían vaticinar el futuro porque todo iba a salir bien. La esperanza se
estrellaba frente a los ojos de duende como musa de nuevos nacimientos.
Las hermanas de Magdalena, que ya
eran consideradas “solteronas” aunque el carácter impetuoso que las dominaba
las llevaría a la tumba, seguían tratando de asolar víctimas sin darse cuenta
de que ellas eran las perjudicadas y que se quedarían solas de por vida. Es que
se veían raras frente a las necesidades
de los demás porque no compartían el perfil de su familia.
Juan José tenía quince años y se
refugiaba en la soledad del granero para resucitar el acordeón del tío Agustín
con sus notas dispares. Era un joven sensible y callado como Juan que no quería
limpiar sus culpas porque no las tenía. A veces, le dolía mucho que su madre
hiciera trabajar tanto a Rosaura en las tareas domésticas. Es que la niña ya
había terminado el sexto grado y para los campesinos se acababa la escuela en
ese momento porque, para seguir estudiando, había que viajar a otra ciudad.
Rosaura en su cuarto, donde el
tiempo era eterno, sentía cierta algarabía
y ya transitaba por las urgencias para llegar primero. ¿Tenía metas?
El tío Agustín, como rastreador de
las pampas, recorría los sembrados y se dirigía por el camino de los bueyes a
la chacra de Bernardo para darse una comilona de asado. En ese banquete, los
dos solos, hablaban de la soja, de las chauchas y de las habas, de la melisa y
del enebro que curaban los músculos, del aceite de oliva que retardaba la
vejez, de las barricas que había en el fondo de la casa y de alguna mujer de
dudosa reputación. Después se dormían bajo la parra mientras el sol les
calcinaba los huesos. No eran viciosos pero sí demasiado indiferentes a los
problemas, sin responsabilidades, condenados al silencio que los miraba desde
sus ubérrimos granos.
Era corrosivo ese ambiente desgastado por el ocio, ese trajinar sin rumbo tratando de seducir a su propio yo; sin embargo, a ellos les parecía que obraban con seriedad y rectitud. Se morían de risa cuando hablaban de los prostíbulos de Pichincha en Rosario como si alguna vez hubieran pisado “las casas de la tolerancia”.
-Nunca se han sentado en el
Parlamento mandatarios directos de los labradores-dijo, de repente, Agustín.
-No, fueron empresarios políticos. Bah…,
todos los gobiernos son lo mismo. No hay justicia.
-Por lo menos se inauguró el
elevador de granos.
-Algo es…-dijo Bernardo mientras
realizaba dibujos en la tierra con la rama que usaba de bastón para caminar por
las malezas-. Es todo fraude.
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