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La última mujer (Cap V. Alan Cooper-3era parte)

 


Wilson no quería demostrar la angustia que le provocaba tener que ocuparse de diagnósticos, de medicaciones, y de una enfermedad que podía ser mortal para Rebeca. Era demasiada responsabilidad y se sentía solo. Casi siempre los amigos estaban en las buenas pero en las malas comenzaban a evadirse.

‒No voy porque me hace mal. Si necesitas algo me avisas.

Y no aparecían más y la espera se hacía eterna porque la soledad era escarcha dentro del alma y del cuerpo.

¿Quién vendrá? ¿Por dónde?

Preguntas y más preguntas que le oprimían el pecho a Wilson. Hubiera querido escapar de esa pesadilla porque era demasiado endeble para darle ánimos y energía a Rebeca. Ella necesitaba otra clase de hombre a su lado, alguien que tomara decisiones con rapidez y que saliera a luchar por ella con el cariño que llevaba dentro.

¿Sentía verdadero amor por Rebeca?

Cuando el sentimiento es auténtico se va hasta el fin de los tiempos en busca de la pócima necesaria, se golpea todas las puertas, se reza a un Dios reposado y brumoso como imagen oculta en los sentidos.

Pero Wilson se mantenía inerte y paralizado. Esperaba respuestas de Mark, pero sabía que no podía pedirle mucho. Tal vez, dinero. Sí, eso sí, pero no alcanzaba. Era cobarde. No quería contarle a Carl lo que sucedía porque necesitaba que Rebeca fuera feliz y que no se sintiera observada con pena. El viaje se había transformado en una tortura para Wilson, quien no disfrutaba de nada y que sólo quería escapar para cubrirse de silencio en aquel barco encendido y luminoso que arrancaba acordes a cada paso: la fiesta deshojada por el cielo y el frío, el descanso obligado de los inocentes.


**

 

Carl y Amy permanecían ajenos a la situación que vivía Rebeca, aunque algo sospechaban, pero preferían no preguntar.

‒¿No te parece rara la conducta de Wilson? Lo conocemos hace años y nunca estuvo más distante.

‒Puede ser‒respondió Carl que se estaba sirviendo otro vaso de cerveza que tenía en un tonel en el camarote.

‒¡No bebas tanto!

‒Estamos acá para divertirnos; deja de retarme como si fueras mi madre Amy, por favor.

‒No me escuchas como siempre. Cuando trato de hablar sobre algún tema importante que me preocupa, tú cambias de conversación y apareces diciendo alguna tontería.

‒Oh… ¿Quién entiende a las mujeres?

‒Oye, de una vez por todas… Investiga qué les ocurre a los tres porque Mark también está raro.

‒Está bien, mujer.

Carl cerró la puerta con llave, dejó el candelero sobre la mesa y se dispuso a acostarse con gesto cansado. El helado viento primaveral aún soplaba y su gemido solemne recorría los contornos del Titanic. Era triste frente a ese silencio nocturno y llegaba hasta la celda de Alan sin camino de regreso. Si lo hubieran echado a un páramo en una borrasca, le habría resultado un alivio después de lo que estaba sufriendo en ese reducto fantasmagórico.

Alan Cooper se hallaba a la espera de las noticias que traería Silas Pyland. No soportaba un minuto más encerrado en ese hervidero de insectos. Es que todo estaba limpio pero para él era una madriguera pestilente.

‒¡Oye tú!‒le gritó el vigía‒. Mañana Silas te comunicará lo que hará contigo.

‒¡No puedo esperar tanto!

‒Pues no te queda otra, muchacho. Deberías haberlo pensado antes. En un barco como éste no se juega.

‒¡Yo no estoy jugando! ‒gritó Alan.

‒Entonces es peor. ¡Prepárate!

Alan hablaba con la rudeza de entonación que le había enseñado Harry, su padre. Sus más triviales acciones lo delataban. Había sido negligente. Lo sabía. ¿Qué haría si Silas lo dejaba encerrado hasta el fin de la travesía? No podía permitirlo; intentaría escapar pero… ¿Cómo? Tal vez, cuando le trajeran alguna cena.

El momento de despertar de su obsesión-cruda y lamentable-no estaba lejos. Alan se hallaba malhumorado y desdeñoso.

‒¡Loco!‒le gritó alguien desde el otro lado de la puerta. Le pareció escuchar la voz de Mark, su abuelo.

‒¿Quién eres?

Nadie respondió. Regresó junto al camastro y se dejó llevar por la desdicha. Había hecho todo mal. Quizá alguien lo había castigado por sus aberraciones y envidias.

‒No me queda mucho tiempo en este mundo‒murmuró como alienado.

Sentía que no quería seguir viviendo esa tortura que lo aniquilaba por dentro. ¿Se arrepentía de sus malos pensamientos? No debía resignarse, pero el aislamiento lo cegaba.

Una persona abrió la puerta.

‒Le traigo esto para que se alimente y para que pueda beber algo.



En ese momento, Alan se abalanzó sobre el desconocido. La vela cayó al piso y la habitación comenzó a arder entre los trastos y las ropas de los que combatían por un minuto más de libertad.

La gente comenzó a agolparse y a echar baldes de agua que apagaron el fuego mientras Alan fue llevado a otra prisión aún más oscura. De allí seguramente no iba a salir. Tendría que despedirse de la luz. Estaba en peligro mortal y sus ojos oscilaban como bolitas negras. El mundo se cerraba ante él con desconfianza. Lo invadió un recelo vago, indecible y supersticioso. Un terror diferente que lo obligó a acurrucarse, en posición fetal, al fondo de ese reducto con la inquietud de que no volvería a ver el sol.

‒Ya no regresaré, papá ‒dijo por lo bajo.

**

LA ÚLTIMA MUJER
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MINISTERIO DE CULTURA DE LA PROVINCIA DE SANTA FE-ARGENTINA.



La última mujer (Cap V. Alan Cooper-2da parte)


 

Tenía que salir de allí por sus propios medios, de lo contrario se frustraría el plan. ¿Qué le diría a su familia? ¿Cómo justificaría ese viaje a escondidas en tercera clase?

El sueño lo invadió sin que se diera cuenta. Se le cerraron los ojos y cayó dormido sin apagar la vela. Sintió un temblor que lo recorrió bruscamente de pies a cabeza y un dolor punzante en el cuerpo que lo despertó de inmediato. Pasó del estado de sueño al de vigilia en un solo paso.

La vela había ardido casi hasta el último fragmento de sebo, pero la punta del pabilo se cayó y la luz era plena en esa bodega atestada de humedad.

 **


Una mujer con el pelo color lino y los ojos gris claro tenía una hermosa beba de dos años aproximadamente en los brazos. La niña miraba fijo a Rebeca y ella le regalaba sonrisas. ¡Qué bonita era! Soñaba con tener un hijo así; sin embargo, Dios no le había concedido esa gracia.

Mark observaba los gestos tiernos de Rebeca y se le partía el corazón. Hubiera dado lo que tenía y lo que no, por darle la felicidad que no podía alcanzar. Se la veía vulnerable, agotada de tantos sueños por cumplir cuando el tiempo se le acortaba frente a los designios de la vida o tal vez de la muerte. Wilson no prestaba atención a aquella niña bulliciosa; estaba en su propio mundo, inmerso en meditaciones que lo turbaban demasiado. Mark suponía que se trataba de la salud de Rebeca y por eso perdonaba su frialdad.

‒¿Cómo te llamas?

‒Amelie ‒respondió la pequeña entre balbuceos casi incomprensibles.

‒Es terrible ‒dijo la madre justificando sus travesuras.

‒Tiene que ser feliz ‒respondió Rebeca con un gesto de ensoñación que conmovió a la mujer de los ojos grises.

‒¿Quiere tenerla un rato mientras yo voy al toilette?

‒Sí, claro.

Amelie era una niña mágica, como de cuentos. Por lo menos así la veía Rebeca, quien la abrazaba contra su pecho para sentir la vida que latía y que a ella le faltaba.

‒No te entusiasmes tanto ‒le dijo Wilson con un gesto verdaderamente insólito. Como si estuviera celoso de aquel pedacito de cielo.

‒¿Es cierto lo que escucho? ¡Qué manera torpe de decirme algo que no tiene fundamentos lógicos! ¿Por qué habría de entusiasmarme?

‒Vamos… No discutan ‒intervino Mark para calmar los ánimos.

Carl y Amy miraban el reloj del pasillo entre el ruido de las copas, la música y la algarabía de los aristócratas que no dejaban de parecer vacíos ante los ojos de Mark: un hombre poderoso que siempre se había movido dentro de esos círculos de la sociedad. Es que ahora, con la terrible noticia de Rebeca, se había sensibilizado y aquello que valoraba en otras épocas pasó a segundo plano.

“Los afectos son lo más importante en nuestra vida”, pensó.

Amelie volvió a los brazos de su mamá y todos se retiraron a tomar aire. Quisieron dar un paseo por la cubierta del barco.

Las aguas y el cielo puro se alejaban de las rocas muertas, era a paso fugaz, con los ojos fríos de quien miraba sin ver aquel universo de pensamientos inconclusos y milenarios.

Carl y Amy se abrazaban mirando el mar que los unía en comunión perfecta. Eran felices. En cambio, Rebeca y Wilson se apartaban con pena y preocupación.



‒Cuando miras envuelves, cuando miras acaricias y besas. ¿Recuerdas? ‒le comentó Rebeca dulcemente a su esposo‒. Yo solía decirte eso cuando nos conocimos en un viaje por Irlanda.

‒Algo me acuerdo ‒agregó Wilson distraído.

‒Los hombres nunca recuerdan las palabras románticas de las mujeres cuando se convierten en esposas. La rutina los aburre. Quisieran ser novios eternos.

‒¿Quién no?

‒No sé. Eso, tal vez, lo piensan aquellos a quienes les gusta ser libres, no tener compromisos ni responsabilidades. Son hombres inmaduros. Pero llega una edad que te cansas y necesitas un hogar tranquilo.

‒Puede ser.

‒¡Qué te pasa, Wilson! ‒le gritó Rebeca aturdida‒. ¡Nunca te vi así tan abandonado y apático! ¿Qué tienes? ¿Es por mí? ¿No quieres cargar con una enferma? Si es eso… ¡Vete!

‒No, amor. No te confundas. Necesito paz para ordenar las ideas. Tu padecimiento me preocupa.

**
LA ÚLTIMA MUJER
---------------Titanic, Mi niña, El cariño se gana, La última pelea, La mujer de mis pesadillas, Un viaje largo, Témpano de hielo, Madre.



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La última mujer (Cap V. Alan Cooper-1era parte)

 


V

ALAN COOPER

 

Atlántico Norte, abril de 1912

 

 

El 12 de abril-Viernes Santo-el Titanic comenzó a recibir reportes de otros barcos que navegaban por la zona con la advertencia de que se habían observado témpanos a la deriva. A pesar de ello, el capitán Smith decidió cumplir estrictamente la tabla de horarios y no disminuir la velocidad.

El tiempo era benigno. En el cielo de abril, casi a flor de aguas, el sol abrasaba como una tenue lámpara.

El capitán y sus hombres maniobraron juntos para tomar el viento. El grumete se puso a recitar unos versos del terruño sobre la proa. Eran marineros fuertes, endurecidos por las inclemencias del mar.

 

 

Rebeca y Wilson se iban a encontrar con sus amigos y con Mark en el restaurante. La gente, ansiosa, no dejaba de reír y de conversar entre los aristócratas más afamados.

Por los interminables pasillos, casi fantasmales, merodeaba la codicia, la ambición desmedida, el desamor y la traición. Nadie estaba ajeno a ese sentimiento impuro pero lo ocultaban porque había que guardar las apariencias.

Alan Cooper, después de haber oído aquella respuesta del intruso que había revisado sus cosas, se sentía abrumado y confundido.

“El abuelo se había dado cuenta de que estoy acá”, pensó.

Salió a hacer su recorrido habitual; los pasajeros lo miraban con recelo. Lo veían demasiado extraño. Estaba lívido, la frente llena de sudor, las manos temblorosas. Su actitud resultaba insolente y brutal a pesar de la desconfianza y el hastío. Se estaba cansando de tanto mendigar. Lo había hecho desde niño. La culpa la tenía su abuelo que le demostraba, a diario, su poderío. La envidia le brotaba de las entrañas y buscaba venganza.

Sintió, de pronto, una mano sobre el hombro derecho.

‒¿Dónde vas? ¿Qué buscas? ¿Quién eres?

‒A ti no te interesa.

‒Me llamo Silas Pyland y soy el encargado del sector de tercera clase, de mantener el orden y otras cosas. Ya me han notificado sobre tu presencia sospechosa.

‒¡Yo no molesto a nadie! ¿Por qué no se fijan que ayer entraron a mi habitación a robar? ¿Eso no lo ven?

‒Fue mi asistente, yo lo envié ‒dijo Silas con indiferencia.

‒Me espían entonces… ¡Mienten!

‒¿Quién espía a quién?

Alan giró sobre sus talones y se disponía a marcharse cuando recibió un empujón que lo atrajo hacia atrás y casi cae al piso.

‒¡Momento! ‒gritó Silas‒. Me vas a acompañar.

‒¿Dónde?

Dos hombres tomaron a Alan Cooper por los brazos y lo llevaron hacia el fondo de la nave, a una especie de bodega donde lo dejaron encerrado con doble llave.

‒Te quedarás acá hasta que hagamos algunas averiguaciones. Son necesarias para la armonía del barco. Nosotros no tenemos la culpa de que los pillos como tú entren sin llamar.

‒¡No soy un ladrón! ‒gritó Alan.

‒No sabemos. Si eres inocente te soltaremos y si no te quedarás allí hasta que termine la travesía. Pocas veces he visto una amalgama semejante de arrogancia, de insolencia y de bajeza.

‒Malditos ‒murmuró Alan y luego gritó‒: ¡Seré mudo si eso quieren!

Al rato, alguien le trajo algo para comer: dos lonjas de tocino, una rodaja de pan casero y cerveza.

‒Me escucha, por favor ‒le dijo al hombre que le entregó la comida, pero él no respondió y se alejó sin levantar la vista.


El viento que venía del mar era helado y lo sentía en esa cueva como si estuviera a la intemperie. Alan, ante ese silencio, se sentía desvelado. Cuando se recostó en aquel camastro pobre decidió dejar la vela encendida hasta empezar a adormilarse porque había algo deprimente hasta lo insoportable que lo alejaba de sus propósitos. Pensó en contar que su abuelo estaba en primera clase para que viniera en su ayuda, pero no iban a creerle.

‒¡No! ‒dijo.

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La última mujer (Cap IV. "El palacio flotante"-3era parte)

 


Cerró los ojos e intentó ignorar los sonidos, el olor, el miedo, el dolor. Sigue viva, se ordenó. Sigue. Viva.
 "El ruiseñor" (2015), Kristin Hannah.

Al otro día, se reunieron en el restaurante A la Carte . El salón se hallaba concurrido y las damas mostraban sus brillos entre los murmullos y las risas. Rebeca llevaba un traje de terciopelo con mantón y Amy un vestido de varios paños formando un festón bordado en seda y botones, cinturón liberty y borla. Wilson con chaqueta de cierre cruzado más informal y canotier-sombrero de paja de ala ancha y copa cilíndrica-, los demás chaleco y corbata gris o azul oscuro. Mark tenía un canotier de fieltro labrador.

Frente a los concurrentes, sobre una tarima, un hombre que parecía ser actor, de unos treinta años, comenzó a hablar en voz alta:

‒Damas y caballeros, me llamo Scott y voy a contarles una historia. Espero que sea del agrado de ustedes:

Agnes Brown discutió en la trastienda con Sharon Queen. La primera era muy atractiva y talentosa, la otra recién comenzaba el camino de la actuación. El escenógrafo preparaba todo; Hacía varios años que tenía ese empleo y conocía con exactitud los entretelones de la competencia. Agnes, la de más experiencia, no era una persona fácil, tampoco declinaba su actitud frente a ningún agravio ni ante el desparpajo de Sharon que improvisaba ademanes propios con una torpeza de principiante.

»Nueva York, el escenario.

»Charles Cromwell estaba ordenando los biombos, ellas no lo veían…

»‒No eres gran cosa, podría superarte cuando quisiera‒le dijo Sharon.

»‒Yo podría robarte la escena sin estar presente‒respondió Agnes.

»La joven se rio sarcásticamente igual que el escenógrafo que no podía comprender tan absurda respuesta. Era obvio, que los segundos se encargarían de desentrañar las dudas y alguna quedaría exánime por el ridículo.

»Esa noche, Charles colocó los muebles y varias copas. Juntas representaban un acto al fin del cual Agnes salía de escena y dejaba a su interlocutora hablando por teléfono. Esta vez, la veterana, que había estado bebiendo champagne, salió, pero antes dejó la copa al borde de la mesa en posición tan precaria que el público quedó en suspenso mirándola.

»La gente murmuraba con nerviosismo mientras los segundos pasaban y Sharon era una acróbata solitaria, ya que nadie la veía ni la escuchaba actuar porque estaba obsesionado con la copa.

»El escenógrafo no se dio cuenta hasta que el cáliz se cayó, se rompió en mil pedazos e interrumpió de manera alevosa la obra.

»Al otro día, se escuchó una voz:

»‒¡Charles Cromwell colocas las cosas frágiles en cualquier lugar eres un inepto!‒gritó Sharon Queen.

 

Los presentes irrumpieron en un aplauso cerrado ante el relato tan bien contado y con el histrionismo de un profesional. Scott se llevó las miradas y los elogios de las damas que quedaron encantadas con su simpatía.

En el barco había todo tipo de espectáculos, desde teatro y música con orquesta hasta salón de baile. No podían ni debían aburrirse. Lo que querían lo pedían… Demasiado bello para ser real; el coloso era una caja de sorpresas.

Mark, después de la velada, se fue a su camarote. Mientras caminaba por el pasillo alfombrado vio salir corriendo a un joven igual a su nieto. Parecía venir desde las mismas entradas del palacio flotante .

“No debo pensar tanto en él”, reflexionó Mark.

Estaba tan aturdido entre tanto festejo que necesitaba una siesta. Veía doble y el malhumor iba en aumento. Hasta su nieto Alan se le cruzaba y lo convocaba a los desafíos. Se sentía agotado de la falta de criterios y del desamor de ese niño que, sin imaginar, aparecía en la nave.

“Qué feo es llegar a viejo”

Se durmió contando ovejitas negras mientras unos ojos lo observaban desde la puerta que había dejado, por descuido, entreabierta. La maleta se encontró sobre la mesa redonda de roble. Nadie la había tocado, ni siquiera Mark.

Alan Cooper desapareció tras escuchar unos pasos y se fue a la cubierta donde había un gimnasio junto a la segunda chimenea. El corazón le latía con fuerza, se sintió observado por los pasajeros que iban y venían con sus delirios de acaudalados vacíos. Los odiabas. Era un hombre a solas que luchaba contra sí mismo. Nadie se preocupaba por él; estaba a la deriva de las horas, como los pasajeros.

“Hoy no pudo ser, veré mañana”, pensó con fastidio. Su propósito se transformaba en una pesadilla mucho más difícil de lo que pensó en un primer momento.


El ojo del mar miraba a través de los cuerpos y les dejaba un mensaje que no podía ver. El Titanic se convertía en una caverna que albergaba tantas ilusiones como milagros, sin pasado ni porvenir. Cada uno estaba donde correspondía; Para Alan el barco era una jaula. Necesitaba volar lo más rápido posible contra el viento, entre las olas.

La libertad es un derecho.

Cuando llegó a tercera clase, después de sortear varios obstáculos, se sintió agotado como un náufrago que pisaba tierra después de nadar muchas horas. Se fue al cuarto, pero antes tuvo que pelearse con un compañero que acababa de salir de su camarote. Lo encontré revisando sus cosas.

‒¿Qué buscas?

‒Nada.

‒Y entonces… ¿Quién te autorizó para entrar allí?

‒Un anciano ‒dijo y huyó.

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LA ÚLTIMA MUJER
---------------Titanic, El baúl de los recuerdos, La noche más larga del año, Témpano de hielo, El cariño no se mendiga, Madre noche, Bengalas de luz.


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