Con
las lágrimas aumentaba el descontrol de Pilar que no se sentía bien. Cuarenta
años había guardado su risa, el dolor, las ganas de escapar de sí misma para
convertirse en alguien querido y aceptado por un pueblo y una familia que
dictaminaba sus propias leyes.
Sus
palabras comenzaron a mezclarse con el llanto y habló y gritó tanto que sus
cuerdas vocales quedaron exhaustas. Nadie podía entender para qué quería
casarse.
−Sabes
que nos tienes a nosotros. ¡Qué locura es ésa! ¡Mejor es estar solo, se sufre
menos!−decían a viva voz con sus absurdas ideas.
−Hija,
estás enferma.
−Mamá,
no seas egoísta, quiero vivir.
Pilar,
ahogada por el desconcierto, cayó de rodillas frente a su madre y a su familia
con sus historias fingidas cuando, por fin, una verdad la resucitaba de ese
letargo invernal.
Ella
jamás volvió a levantarse.
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