Magdalena era rebelde y no aceptaba la pobreza; quería progresar, arreglar la casa que estaba descolorida, colocar unas cañerías nuevas y comprar algún auto. En el patio trasero donde el tío Agustín tocaba el acordeón, Magdalena criaba gallinas y luego vendía los huevos en el pueblo. El dinero lo colocaba en un frasco de vidrio y lo enterraba en el piso de tierra del galpón de las herramientas, justo debajo de un carro de lechero. Ella tenía miedo que llegaran los ladrones a robarle el fruto de su sacrificio, ese pequeño aporte que no alcanzaba para nada porque no había tregua para el consumo diario. Había que remontar hasta la cima todos los días, sin parpadear, con el deseo de regresar del desengaño para hermanarse con el mundo.
Magdalena veía cómo vivían sus hermanas en San Jerónimo Sud. A la residencia llegaba el doctor Horacio Santos a atender a la mamá Isabel que era muy frágil de salud; ellas se peleaban para recibirlo y lo acosaban con el anhelo vehemente de lograr su cariño. Él era demasiado perspicaz y suponía de antemano esos argumentos que le causaban gracia. No imaginaba rendirse ante los requerimientos amorosos de esas mujeres un tanto absurdas en el manejo de los sentimientos. Emancipadas y triunfantes parecían cobardes frente a la anacrónica prisa de quien las ignoraba y dejaba su modorra en esos patios y bajo el verde parral.
¿Por qué ellas viciaban con razonamientos fatuos las emociones y el amor? Nadie entendía el porqué de esa conducta que las precipitaba a un retiro obligado. ¡Es que eran tan especiales! Sagaces, calculadoras, ambiciosas y bonitas…, pero nada de eso alcanzaba para lograr la felicidad que las hermanas no tenían a pesar de los esfuerzos y el dinero. No sabían recorrer el camino del amor con sus etapas y sus pasos envejecidos por la sabiduría. El loco inventor de sueños le ocultaba el éxtasis que se consumía en el rubor de las candelas.
La gente de la población las conocía y ningún hombre se atrevía a acercarse a hablarles porque, seguramente, sería desestimado con un epíteto grotesco. Sólo tenían que presentar un renombre profesional: abogado, médico, arquitecto…
Para el bautismo de Rosaura eligieron a Isabel, hermana de Magdalena y muy diferente a todas. Ella era suave, dócil y cariñosa. Amaba a la niña como si fuera su propia hija; tenía deseos de protegerla porque, a pesar de ser un bebé, sentía que Rosaura se hallaba a la intemperie como si fuera huérfana. Es que Isabel veía a Magdalena fría y a Juan muy distante, eso le daba temor y, a veces, tenía la sensación de que debía suspender su matrimonio. Las manitas tibias alborotaban su sangre con besos cautivos que pedían asilo. El desgarro tenía la aspereza del llanto que se internaba en los cimientos de la casa, en las chapas de zinc de su techo, entre los gorriones y la lana de las ovejas.
José, su novio, era comerciante y vivía en Marcos Juárez (Córdoba). Isabel tendría que alejarse, después de su boda, a esa ciudad para empezar una nueva vida. Su futuro esposo era un humilde vendedor de almacén que no ganaba dinero pero que sentía mucho amor por Isabel a pesar de que José Shalli, su suegro, no lo aceptaba:
-¡Otro pobre en la familia! ¡Qué destino! Para eso las eduqué con tanto sacrificio. Si sabía me quedaba en Italia.
***
Querida Rosaura
¿Cuánto dura el amor?
La eternidad
No hay comentarios:
Publicar un comentario