La joven se erguía, con humildad, en medio de ese tumulto
de cariño; con la cabeza levemente inclinada agradecía a
Un príncipe en la primera fila de bancos la miraba
agradecido. Era inmejorable la postura de hombre político y seguramente casado
con alguna fúlgida niña de un castillo medieval. En un costado del monasterio,
había dos arpistas que tenían cuernos de elefantes, órganos y campanas.
Isabel terminó su actuación desesperada y se marchó sin
hablar con nadie. Por el camino se encontró con un hombre que adivinaba la
suerte y con un astrólogo. Lejos, en las colinas, lloraba de miedo a morir
Matusalén: uno de los patriarcas antediluvianos del génesis. Ella escuchaba su
delirio, mezcla de confusión mental y terror. Nada era tan real pero se
dibujaba con mucha magia ante sus ojos.
“La muerte es la más
terrible barrera a la que el hombre se ve enfrentado. Así, también, uno de los
más antiguos combates ha sido y es tratar de retrasar el instante fatídico.”
La joven recorrió lugares increíbles hasta llegar al
castillo; parecía ebria porque se balanceaba igual que un barco de velas.
Comenzó a escuchar el sonido de las armaduras, el roce sutil del filo de las
espadas y lanzas doradas y el contacto de la seda en los encajes de gitana
morena de Ana: la reina condenada. Pensó en la princesa Isabel y en María que
ya tendría casi veinte años.
Con movimientos celestiales de plebeya, caminó por los
corredores; los sirvientes reunidos hacían comentarios cargados de amenazas.
Vio a Ana Bolena entre los nobles, reía, estaba llena de alhajas y embriagada,
pero la reina seguía recluida en
Afuera, en las escalinatas, una criada adivinaba la suerte;
sólo faltaba Enrique VIII que se había trasladado a Escocia para la coronación
de un emperador.
Isabel se recostó sobre las almohadas de raso de su alcoba
de dama pobre. Pensó en los acontecimientos vividos, incluso en el hombre de la
caperuza y en el otro, el que quiso violarla en los bosques. Imaginó aventuras
eróticas en esa noche eterna del siglo XVI y sintió terror a la espada y a la
tortura de la rueda. Escuchó el ruido de los huesos al quebrarse, sintió
estacas en la ingle y el loco mutismo del más allá dentro de las cajas pobladas
de abejones, lepidópteros, migalas y gusanos. Las arrugas de anciana joven le
surcaban el rostro en una rápida metamorfosis y en la oscuridad experimentó la
sensación de ser sólo un vegetal.
Isabel Law no vivía; era menos que un animal en medio de la planicie. Huérfana en todo sentido, era objeto de la gente egoísta y adinerada que existía en ese universo hueco de sentimientos y proclive al maltrato.
En el silencio de las cuatro paredes, pasada la medianoche,
se escuchaban conversaciones en lenguas extrañas: latín, griego… Prelados que
oraban y recitaban la cuaderna vía.
---¡No! ---gritó Isabel.
Se había despertado sobresaltada al oír el llanto de un
bebé.
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