sábado, 10 de diciembre de 2022
Las mascotas de "El Titanic"
viernes, 2 de diciembre de 2022
El silencioso grito de Manuela (Cap VIII.3era parte)
La ruta del miedo, a pocos kilómetros de distancia, emergía a la vista y atravesaba los hierros sin rumbo fijo. Era como estar en una gran basílica, donde los árboles eran tan altos que formaban terrazas e invitaban al sopor cadavérico de los cementerios. A Letizia se le heló la sangre; le pareció escuchar voces antiquísimas, el murmullo de los cafés saturados de gente, canciones que parecían sacramentos… y los ruegos de José.
Manuela se fue a su santuario y
allí se desplomó gritando como loca frente a los retratos de sus hijas y el
agua bendita de los jarrones. Hubiera querido ser una pobre anciana recogida en
un asilo, sin presente y sin memoria. El aire se tornaba denso en contacto con
los cirios y había aroma a mangos y a orquídeas mezclados con un perfume salino que le daba sueño. Tenía diez
cajones colocados sobre espigones de caña en medio de libros y de biblias en
varios idiomas que producían una sensación de encierro, de ceremonias y de
risas.
Lo cierto era que Manuela no tenía
una cultura demasiado versátil. Conocía los rituales piadosos que ya no le
servían de amparo pero seguía siendo pupila de las imágenes de yeso porque
sentía que era lo único que le quedaba; decir adiós era una palabra corriente.
Letizia no tenía paz, no creía en
el destino, no sentía alegría ni pena, tampoco esperaba nada de nadie. Se había
acostumbrado a resolver los problemas sola, sin el consuelo de su madre ni la
presencia de José. Todos eran demasiado pueriles y frágiles o tal vez estaban
muy preocupados por sí mismos que les daba trabajo ocupar, por escasos minutos,
el lugar de otro.
-Mañana será un día más…-dijo.
José seguía mal; había salido del
estado vegetativo pero le habían quedado secuelas neurológicas que lo
transformaban en un hombre casi sin vida: la boca semiabierta, los ojos fijos y
las piernas inmóviles. Nadie sabía si se acordaba de su costal de yute, de los
hilados de los peones, de las maderas impregnadas de resinas… pero sí de
alguien que, muy de vez en cuando, se asomaba a la puerta del cuarto vestida de
negro. Él reconocía sus pasos y comenzaba a alterarse; extendía despacio sus
brazos hacia la imagen que le daba miedo y curiosidad.
Letizia no sabía por qué iba a
verlo; no quería desear su muerte pero tampoco intentaba reanimarlo. La
cercanía de ese hombre que era el padre de sus hijas le agudizaba la memoria y
le recordaba el dolor que le causaba, en el pasado, su ausencia. Hubo un
instante en el que se miraron en un espacio íntimo y ambos experimentaron la
sensación de algo ya vivido. José sintió un escalofrío al ver a Letizia; la
venganza era una revelación que traspasaba la piel con su ardor. Su corazón de
piedra no comprendía cuál había sido su error. Ya no quedaba tiempo.
Manuela y Julián se recluían en las
salas de la casona a ovillar madejas de pelo de conejo y a contar billetes pues
el control del dinero le daba acceso a la paz del espíritu.
Letizia entró a la habitación y en
silencio se puso a mirar la blancura de la luna; su rostro se veía tan inocente
como el de Manuela. Esa noche, Letizia era otra vez la niña llorona que temía a
lo desconocido y que se humillaba sólo con un gesto. Observó, con detenimiento,
a sus hijas y su alma se volvió otra vez fría y despiadada porque la sospecha
de perderlas la horrorizaba y dejaba al descubierto otra Letizia: insana,
negativa y perversa.
-Madre, tus espejos son tan negros
como mi ropa.
-Purifica tu ser que el sol puede estar debajo de la tierra.
-La muerte no tiene fin -dijo
Letizia con un hilo de voz y se retiró sin haber sentido un poco de calor en
las palabras de sus padres que también se hallaban invadidos por los
presentimientos.
Manuela sabía que Letizia podía
enmudecer para siempre si algo le ocurría a Lucía. Moraba en ella la invalidez
pero también los años de un luto que no podía inmunizar a nadie porque estaba
demasiado arraigado y parecía no querer desaparecer entre los huecos.
El dolor era tan grande que no le daba
sentido a la vida y agrietaba la piel dejando añosas nervaduras. Despojada de
razonamiento lógico, Letizia esperaba como quien aguarda el último tren.
lunes, 28 de noviembre de 2022
El silencioso grito de Manuela (Cap VIII. 2da parte)
-No existen fórmulas para quedarse
o para partir; los paraísos y los infiernos están en todos lados. Sigue tu
rebaño que serás libre… -murmuró Letizia detrás de la arboleda con su traje
negro y los párpados cerrados.
Al regresar a la casa, por las calles,
la gente la insultaba; trataban de descargar tensiones en busca de un culpable
a tanta injusticia pero no reparaban en ese cuerpo vencido por la lucha
repetida.
Las veredas se teñían del gris oro
del otoño mientras la noche asomaba con sus liras a transgredir los espacios en
la casona de Manuela y Julián. José había muerto por amor y seguramente su alma
estaría atravesando algún confín para llegar a esa cercanía que le fue
prohibida.
Letizia sintió frío y un temblor le
recorrió la espalda; no hallaba claridad para sus interrogantes y la paz que
tanto deseaba alcanzar se le tornaba esquiva como si estuviera escribiendo la
primera página de una lenta agonía.
-¡Pobre niña! No sabe vagar con su
silencio -dijo Manuela acostumbrada al sonido intermitente de la muerte.
Al otro día, Julián recibió una
noticia escalofriante que llegó de boca de Alejandro Roca, el marido de
Encarnación. Al parecer José Rodríguez no había fallecido y se encontraba en un
hospital de Galicia en estado vegetativo. La ingesta de alcohol y de
medicamentos lo había llevado a un estado de postración irreversible. Letizia,
evidentemente, se había equivocado de entierro.
-Yo sentí anoche su presencia en la
sala, algo sobrenatural se aferraba a los muros.
-No tiene ingenio ni para
morir -dijo Manuela con un gesto sardónico.
-Mujer, es el padre de las
niñas -contestó Julián.
-No, ya no lo es.
La noticia no cambió en nada la
indiferencia de Letizia que seguía abandonada al jolgorio de las noches.
Necesitaba dinero para suplir la falta de cariño y eso Julián se lo
suministraba porque verla contenta le daba la fortaleza necesaria para escapar
de la rutina y de la nostalgia.
Manuela rezaba la novena letanía
mientras miraba a su hija coser lentejuelas negras en un vestido de fiesta.
Había cruces esparcidas sobre la mesa entre los hilos. Dolores y Laura, que ya
habían crecido, insistían en salir a divertirse con su madre.
Letizia Costa Río quería conquistar
espacios porque se sentía por primera vez una mujer que podía encontrar al
hombre que quisiera, sin importarle las leyes morales y los reproches de
Manuela. Atrás habían quedado los carruseles, las armellas y cerrojos, el
naufragio de su matrimonio… No le importaba la búsqueda espiritual porque el
desafío la invitaba a sentir esa chispa de fuego en sus entrañas aunque
estuviera un poco presa de las limitaciones. Letizia no sabía amar porque nadie
le había enseñado, ni siquiera José que constantemente removía los escombros
reclamando la atención que no tenía. Tal vez, era tarde para empezar porque el
abandono había empobrecido la esperanza.
Cuando Lucía se sometía a largas
jornadas de quimioterapia, Letizia cambiaba su traje de luces por uno más
tormentoso y se recluía con Manuela en el altillo a leer el evangelio para
escapar del rigor de la verdad.
Los domingos iban a la iglesia y
eran leales a los pontífices y a sus sermones. Hasta el lugar la seguían los
perros del barrio que luego se acostaban a dormir en el atrio. Manuela tenía la
certeza de que lo que amaba debía morir, menos ella que sería eterna porque
Dios la estaba poniendo a prueba. Sabía que había aprendido mucho; el bien y el
mal estaban emparentados por la violencia de quien no pensaba igual. Entendía
la maldad como fundamento del carácter pero la moral no tenía matices.
La gente, en el templo, las miraba
con incredulidad, prudencia y ciertas reservas. Seguro que las culpaban por la
enfermedad de José que seguía debatiéndose en el límite con su amor vago pero
irrepetible.
Para Letizia la apatía de Dios hubiera sido la muerte misma porque estaba convencida de que, a pesar de las cruces que tenía que sostener, el Supremo no era una invención sino una compañía, la luz y la única elección posible. Ella no quería renunciar a la presencia incorpórea de quien todo lo puede aunque tuviera que arrastrar cadenas para sobrevivir.
-Quien salve su alma será libre de
juicios, andará senderos fragosos bajo cielos agitados pero tendrá la humanidad
en un puño.
-No sueñes porque cuando duermes
mueres un poco…
-La vida es una trampa y sé que lo
que más deseo no lo tendré nunca-le dijo Letizia a su madre al llegar a la
casa.
Debajo del parral jugaba Lucía con
un grupo de criaturas peludas, los eternos felinos de Rocío mientras el
papagayo hablaba sobre un aro.
-¿Escuchas el dolor, mamá? -dijo la
niña.
Manuela y Letizia se tomaron de las
manos porque el piso las hizo trastabillar; el pasado caminaba en busca de la
infancia.
En ese ambiente nadie estaba a
salvo. No se escuchaban los pájaros, no había escarabajos ni grillos, sólo el
fantasma que los sacudía hasta quebrarlos: la voz del duelo.
*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA.
jueves, 24 de noviembre de 2022
El silencioso grito de Manuela (Cap VIII. 1era parte)
VIII
Entre llantos y sanatorios, iban
llegando las noticias sobre la vida de José. Las traían los parientes de los
Pueblos Blancos que lo habían visto en sus correrías, alcoholizado y nómade.
Decían que tomaba psicofármacos para olvidar porque se sentía derrotado, pero
también ingería pastillas de hierro y calcio para no caer en la postración. Sin
embargo, un día se sintió mal, parado en el cincel del último sótano, donde a
la persona se lo reduce a despojos. Tenía hepatitis. Nadie se acordaba de él;
estaba a punto de morir pero se mostraba tranquilo porque ya no le importaba lo
inexplicable. Su estado comatoso lo alejaba de aquello que alguna vez lo
movilizó tanto.
-Déjame abierta la puerta que yo
soy quien llega con mi espíritu descarnado y mi pellejo seco-decía afiebrado en
una sala de hospital.
En ese momento, le pareció ver
asomarse a la puerta de la habitación a una mujer vestida de negro, pero creyó
que no la conocía pues no la recordaba…
-¡Tu palabra es el silencio!-le
gritó.
Fue así como salvó la vida contra
su voluntad envuelto en un sueño ultramundano y con la certeza de que él no
había hecho nada malo.
-No debe beber más -le dijo el
médico.
La casa, como siempre, con su
pobreza deforme, lo recogió nuevamente; él seguía siendo un hombre rico que
vivía como un indigente. Las glorias y los paraísos no existían porque los
minutos habían quedado paralizados en la frase final, en el miedo, en el olor a
tumba de los vestidos de Manuela, en su carro de mendigo.
Lucía ya tenía ocho años y había
soportado los más crueles tratamientos. Era una niña dócil, inteligente y
sensible; amaba los animales y, a menudo, daba cátedra de sus conocimientos con
una madurez extrema que llevaba al
límite de su oratoria.
-¿Por qué llorar por las cosas
materiales si lo único auténtico son los sentimientos. Hermanos, amigos, mi
perro, mis gatos… la verdad que muchos niegan: el amor.
-Tú vas a ser escritora-le decía
Manuela orgullosa de las ideas de Lucía.
-Si Dios me da tiempo…
Manuela, al escucharla, otra vez le
corría por el cuerpo el hielo de ultratumba porque sabía que existía una
potencia ineludible que la arrastraba a la bruma. Ella, en ese cielo gris, era
una discípula y se sentía una criatura más pequeña que Lucía; ignoraba lo que
significaba ser una mujer adulta, con el caudal de fuerza suficiente como para
hacer frente a los azotes, pelear, tomar el látigo y arremeter contra quienes
creían tener la última palabra.
-¡No hay nadie en la casa! -se
escucharon unos gritos.
Letizia volvía después de tres días
de festejos con el cuerpo azotado por la bebida y la memoria velada. Seguía
vestida de negro como hacía años cuando se enteró de la enfermedad de Lucía,
sólo que ahora el disfraz tenía luces, mostraba los horrores y traía el peso de
una persona al límite.
Ella creía que lo sabía todo y que
su momento de ser feliz había llegado; debía aprovechar los años perdidos, no
pensar en las calumnias ni en José. Era prematuro recoger cenizas de algún
campo minado porque estaba frente a una nueva senda: la diversión.
Julián la miraba de reojo detrás de
sus gafas; era incapaz de hacerle reproches porque la amaba mucho y sabía lo
que había dejado detrás para salvar a Lucía. Manuela no comprendía tanta
alegría porque ella sí tenía los pies sobre la tierra y la magia en sus manos
de vidente.
Letizia seguía bailando desnuda sobre la terraza mientras Dolores y Laura la observaban como si nada pasara; estaban acostumbradas a sus delirios sin treguas. Preferían verla trastornada por la risa a muerta por el dolor. Sin embargo, ésa era justamente la máxima demostración de la angustia; para evadirse de ella probaba con la locura que al final del día y en las profundidades de la alcoba la volvía a acompañar quitándole aire a sus pulmones.
José, a pesar de la hepatitis,
todavía no se rendía ante el alcohol y tomaba fármacos. Ya no encontraba un
punto de unión con la vida; era bastante engorroso para él levantarse por la
mañana después de haber estado tomando licores, cerveza, ron añejo, whisky de
malta, oporto y jerez. Todos estaban buenos a la hora de olvidar pero luego ese
paisaje que le era propio se le tornaba irreconocible, un cielo al revés que lo
sumergía en un báratro donde las criaturas estaban adoctrinadas y él era el
único ser despreciado por las razas.
A pesar de haber múltiples
opciones, José no podía salir de ese abismo y como un autómata se dejaba llevar
hacia la nada. La vida sin Letizia y sus hijas para él ya no tenía significado
y absolutamente nadie podía persuadirlo para que tratara de sobreponerse a lo
irremediable. José balbuceaba diversos dialectos en medio del corral de las
vacas; no tenía miedo a lo desconocido porque su dolor físico y espiritual no
le permitía una sola reacción. Él era dueño de su pasado y de ese presente que
tenía sus razones y con el que se hallaba en deuda; José debía pagar.
Tomó una botella y la golpeó contra
un poste de alambre y lloró mucho; no era ejemplo para nadie y menos para sus
hijas que ya no lo conocían.
-Madrecita, tu paz eterna me
llega… -decía mientras miraba el cielo-Estás entristecida por mí que soy tu
hijo, tu desolación es la mía…
En medio de tanta desesperación
cayó de rodillas con los ojos blancos; dejó la sangre y los besos, lo feo y lo
hermoso, todo el oro y la tierra que tantas veces lo vio llorar, sembrar en el
huerto, anidar pichones, temblar de miedo, arrojar las horas de soledad cuando
se desgarraban uno a uno los ruegos.
viernes, 18 de noviembre de 2022
El silencioso grito de Manuela (Cap VII. 3era parte)
-Mejor sería que envíe a alguien
por ti para que te marches.
-Quiero ayudar a Letizia con el
tratamiento.
-¡Pobre hija!, ella no necesita de
un verdugo como tú. No pidas clemencia; demasiada miseria hay aquí dentro.
¡José Rodríguez eres menos desgraciado que nosotros, vuelve a tu braserito de
peón a comer manzanas podridas, líquenes y plantas de azafrán!
José no quería entender que ya
estaba todo dicho y que allí, en ese hogar, no había lugar para él. Sabía que
Manuela era una madrágora que sabía de magia pero también entendía su
sufrimiento. La miró de lejos besar un crucifijo y despertarse luego con el
llanto de Lucía. En esa sala atiborrada de muebles barrocos, con las manos
húmedas de lágrimas, Manuela yacía de rodillas sobre un reclinatorio; llevaba
un mantón y parecía una virgen. ¡Qué antagonismo! A pesar de eso hubiera
querido arañarle las vestiduras porque el egoísmo de esa mujer lo despojaba de
todo razonamiento. Sin embargo, se marchó nuevamente a respirar el aire de los
senderos, ver las plazoletas rodeadas de burdeles y los candiles de las
barracas. En ese recorrido sólo lo acompañaba un amigo, fiel y varón: el
alcohol.
En la penumbra, bajo el
acartonamiento de los techos de su vivienda deformada por la humedad y los
hongos, bebió hasta quedar dormido. Podría haber sido devorado por sus propios
perros que no se hubiera dado cuenta porque se hallaba entregado a las letanías
de María Santísima.
José parecía un anciano que
carraspeaba con frecuencia y que hablaba del pasado.
-Tiempos eran los de
antes…-murmuraba.
Tenía la tristeza de un ser en
agonía pero todavía se preguntaba qué había hecho mal para llegar a ser
despreciado de esa manera. Sobre un tapete de bolsas se acurrucó a dormitar y
las sombras chinescas de esa noche lo cubrieron dejando al descubierto su
respiración entrecortada. En el sueño, vio indios y corsarios, un aljibe con
brocal de piedra, vírgenes y ángeles y su cuerpo amortajado dentro de un cofre
forrado con encajes sevillanos; llevaba el traje de su casamiento pero estaba
solo y el aire se filtraba por la galería y se llevaba las flores, las cruces,
las teas, con truenos y rayos.
Quería pensar en venganzas pero lo único que le vino a la memoria fue la carita de su hija, el altillo donde Manuela guardaba las tisanas, la figura de Letizia alejada del mundo, sus ojos de vidrio obnubilados, el perfume el Aire Loewe… Él estaba a merced de su familia como un siervo, pero ellos ya lo habían olvidado.
Letizia con Manuela recorrieron los
consultorios de las ciudades de Galicia, también se trasladaron a Combarro, un
pueblo situado en la ribera norte de la bahía de Pontevedra. Allí, Lucía
empezaría el prolongado tratamiento de la mano de su madre.
Después de escuchar el diagnóstico
y los primeros pasos a seguir, Letizia y Manuela llegaron hasta el Monasterio
de Poio, aquel que los monjes benedictinos fundaron a principios del siglo XIX
y junto al cual se construyó un hórreo-despensa de piedra para almacenar granos
y alimentos-que es uno de los más grandes de Galicia.
Recorrieron las playas con la
convicción de que detrás de cada peldaño de las escaleras, del cemento o de la
madera, de las casas de techo de paja o de tejas, aparecería el eco de las
palabras del médico:
-La niña está en manos de Dios… ¡Se
salvará!
Mucho de esa historia sabía Manuela
porque la vida le había enseñado sus peligros pero nunca el misterio de tanto
ensañamiento. ¿Tendría que rendir más pruebas todavía?. Ella sabía que no era
libre. Letizia, en cambio, demostraba fortaleza en un cuerpo débil, pero no
cuestionaba al Supremo la falta de protección. Ella tenía la prudencia de una
mujer acostumbrada a enfrentar sorpresas y a poner garra, locura, machismo…
para intentar, por lo menos, vencer las injusticias. Podría haberlo hecho junto
con su esposo pero ya no le interesaba, ni siquiera lo odiaba; la indiferencia
que él alguna vez sintió por ella y sus hijas había echado raíces en sus
entrañas.
Letizia estaba sola y expuesta a
los despropósitos de quienes trataban de vilipendiar su forma de encarar los
problemas; la derrota no era su meta. Lucía tenía que sobrevivir a la
devastación de la enfermedad con la inocencia y el desconocimiento del peligro,
con el desgano y las contradicciones de un padre ausente.
ETERNAMENTE MANUELA
(Amazon en papel)
Mercado Libre--Argentina. (En papel)
Autores Editores (papel)
jueves, 17 de noviembre de 2022
Miedo a la libertad
sábado, 12 de noviembre de 2022
El silencioso grito de Manuela (Cap VII. 2da parte)
-Abuelo, háblame de mi madre -le
preguntaba a Julián que entornaba los ojos y colocaba las manos en forma de
cruz sobre el pecho.
-Dile a Manuela, vamos anda…
-No, cuéntame de ella.
Esa noche entre las paredes añosas,
mientras escuchaban de lejos los rezos de Manuela, el abuelo comenzó a hablar
de Encarnación. Por primera vez desde aquel día, cuando se quedó solo frente a
la tragedia, se sintió perdido y a merced de Damián que lo observaba como un
ser incomprendido.
-Encarnación es, porque está aquí,
bonita de ojos azules. De niña solía correr con sus muñecas sucias detrás de
los gatos con la rebeldía de su edad y la sabiduría de un adulto. Contestaba
mal, desobedecía a Manuela, pero con su alegría inundaba la casa.
-Muéstrame su fotografía -dijo de
repente Damián.
-Hijo mío, no molestes más a tu
abuelo que ya está muy viejo.
Damián, tratando de retener la
bronca, se levantó, dio un portazo y se fue a la calle. No entendía el porqué
de tanto misterio; necesitaba tanto comenzar a ser a través de su madre,
olvidarse de sí mismo para conocer su origen. ¿Por qué amaba tanto a alguien
que nunca había visto?
Y así fue como su mano movió el
picaporte. Era incapaz de huir porque en esa casona se escondía su mamá, aunque
fuera solamente un alma coronada de flores. Encarnación alborotaba el aire de
los cuartos y algún día, quizá, con la ayuda de alguien, despertaría de la
profundidad de los roperos con el cuerpo lleno de algas para cobrar vida en
algún retrato.
José, su padre, no la había vuelto
a ver después de aquel día del desmayo pero sabía, por amigos de la familia,
que la niña vivía en el umbral de las sombras. Él no podía hacer nada porque
Letizia había llegado a odiarlo. Ella poseía la misma obstinación que tenía
Manuela por la muerte, eran tan pasionales para todo que cualquier persona
cercana resultaba insignificante. Solían tener conversaciones fortuitas con
médicos en la iglesia, en la estación de trenes, en el cementerio… para que
nadie sospechara que ocurría algo extraño.
En el medio doméstico en el cual
vivían, Lucía solía pisar hormigas, acariciar las amapolas y arrancar los
geranios. Jugaba con sus hermanas en un barco anclado en el fondo del patio;
esperaba, quizá, el naufragio de ese Titanic que sabía que la travesía se
interrumpiría en algún momento.
Aura y brillo, perfume de
tulipanes, alguna gata Máxima y el retiro absoluto…
-Aunque estemos acompañados somos
individuales; cuando el alma consume el cuerpo, la soledad asoma el vigor y se
prepara para compartir el espacio que todavía se puede rescatar -decía Manuela.
Nada era tan trivial y tan monótono
que escuchar las reflexiones de esa abuela pueril en momentos en los cuales la
angustia se apropiaba de los corazones.
Lucía despojada de aire y en el fondo
de una cisterna que se desbordaba por sus cultos, estaba comenzando a regalar
sus pocos años a los espejos de agua, a la rigidez de las fronteras, a las
vallas, al camino abierto… porque su fragilidad demostraba que estaba muy
enferma.
Letizia ya lo sabía y Manuela mucho
antes que ella. A medida que pasaban los días, la familia comenzaba a sentirse
más angustiada. Cuando todos creían que se hallaba recluida, Letizia apareció
en el portal en compañía de Manuela que era esclava de la resignación. Micaela,
la vecina, quiso interrogarla pero Letizia la esquivó con altivez; se acurrucó
en los brazos de su madre para que le diera la bendición y luego miró a los
curiosos como si fueran criados sin apellido ni linaje.
Lucía sufría una enfermedad
terminal y su mamá estaba dispuesta a luchar. Encendió diez velas al retrato de
Rocío y se llevó la mano al crucifijo que llevaba en el cuello. Tenerlo le daba
seguridad y cordura aunque desde ese día Letizia Costa Río comenzó a vestirse
de negro; olvidó las lámparas y bujías y se refugió en las tinieblas. Solamente
salía a la calle cuando llevaba a la niña a la consulta con los médicos.
José se acercó para ver el inicio
del tormento y para ayudar a Letizia a recorrer ese camino de espinas, más allá
de los desacuerdos y de la falta de amor.
Manuela, al verlo llegar, se sentó
bajo el parral aspirando el olor del muérdago.
-A qué vienes.
-Por favor, señora, tenga piedad…
Lucía se hallaba sentada sobre un
plumón, vestida con encajes bordados y puntillas de Valencia. Lo miraba seria
como si estuviera en un rito bautismal y con la absoluta certeza de que ese
hombre, para ella, era un extraño. Dolores y Laura también lo observaban
tímidamente con los ojos hipnóticos pues casi se habían olvidado de él y de su
rostro famélico.
*
sábado, 5 de noviembre de 2022
La última mujer, por Editorial Autores de Argentina
viernes, 4 de noviembre de 2022
El silencioso grito de Manuela (Cap VII. 1era parte)
VII
Nació Lucía con un tulipán debajo del brazo. Letizia ama de las plantas, de los pájaros y de los felinos, no quiso que su esposo la conociera. Sin embargo, José solía trepar los almendros tropicales del jardín para observar a la beba con su madre. Desde lejos, le parecía algodonada e inmóvil, sin la milagrosa risa de las criaturas comunes. Lucía era extraña igual que Letizia, eso lo perturbaba por las noches cuando el humo del cigarrillo se mezclaba con el ladrido de los perros y el ron. José quería aclararse la voz con té de malva pero cada vez se le tornaba más áspera.
José estaba bebiendo mucho. Vivía en la
campiña solitaria y solía vérselo con su traje negro caminar por los sembrados.
La casa repleta de ropa sucia mostraba el abandono: los pisos resbalosos de
tantas cáscaras de mandarinas, las sábanas manchadas con vino mientras las
ratas llevaban sus crías a los albergues. Las arañas tejían redes playeras
sobre los caireles junto a las cucarachas que gozaban de una libertad fétida y
sin vigilancia.
Para José la vida sin Letizia y sus
hijas ya no tenía sentido. A menudo, era juzgado por su conducta pero él no
levantaba la vista del piso; tenía miedo al desprecio social y comenzaba a
aparecer en su interior el terror de Manuela que no lo dejaba en paz.
Lucía, para él, era un bebé
incompleto, un angelito con ojos de tristeza y blancura de nieve. ¿Había vuelto
Encarnación como una novia empolvada o se trataba otra vez de Rocío?
En esa granja no existían las
respuestas por eso decidió ir a ver a Manuela para saber algo sobre la salud de
su hija. La suegra de José ya había perdido todo incluso la simpleza y sólo se
conformaba con la compañía de espíritus y de un Dios que no se apartaba de ella
en ningún momento.
-¡Qué buscas simplón!
-Necesito ver a la niña, por favor
Manuela, soy su padre. Míreme, ¿qué ve?
-A un estúpido sin cabeza.
-No sea cruel, he venido porque me
inquieta su salud.
-¡Qué sabes tú; aquí no ha muerto
nadie!
-Le tengo miedo a los muertos,
señora, porque son vigías en la oscuridad y ante las luces del sol. Pueden
llevarse a quien más aman…
-¡Calla, perejil, el fuego del
verano te calcinó tu cuero calvo! ¡Vete!
Letizia apareció con Lucía en
brazos y se quedó mirándolo como quien ve a un desaparecido.
-Ven, acaríciala…-le dijo.
José Rodríguez besó la frente
helada de Lucía y un escalofrío que le recorrió el cuerpo lo hizo trastabillar
y se desmayó. Julián le acercó un vaso de vino blanco y lo invitaron a cenar un
arrollado de lenguado con camarones y crema.
-Hombre, pareces un ánima, debes
alimentarte.
-Gracias-dijo José perturbado por
una mezcla de malestares que lo dejaban sin raciocinio.
-¡Qué sientes, dime!
-Nada, Julián, debo irme, disculpe…
Se marchó sin mirar a nadie con la
incapacidad física y emotiva que demostraba síntomas asociados con una
depresión inminente.
En la calle, comenzó a caminar como
ebrio sin noción del tiempo; quería abstenerse del pensamiento pero no podía
evitar tropezar con la carita de Lucía que le parecía de piedra caliza. Ya no
podía soportar lo peor; el amor le había consumido la sangre y ahora se hallaba
sepultado debajo de la tierra y de las malezas en un lugar donde no se vuelve,
pero tampoco deseaba regresar porque la palabra estaba dicha.
Letizia acunaba a su hija con aires
de artista que había creado su máxima obra. Aquella idea era un delirio que le
quitaba los pocos vestigios de cordura. Manuela y Julián volvían a dar señales
de vida en torno a Dolores, Laura, Damián y Lucía. Apostaban al reconocimiento
de la gente como personajes de bien; sin embargo, más de uno los señalaba por
la difícil manera de encarar lo inocultable. De todas formas, parecían una
familia que había sufrido las pérdidas casi sin reparar en ellas, con todo el
dramatismo escondido detrás de las paredes y en la memoria: testigo de un
terremoto existencial.
Las líneas del camino ya estaban trazadas y nadie dudaba en cambiar el rumbo; las barreras infranqueables, seguramente, serían derribadas como guerreros de Gujarac porque poseían todas las revelaciones al alcance de las manos. La prioridad, aunque no lo dijeran, era Lucía y su mirada frágil.
-Los ángeles usan la boca del
prójimo para darnos consejos-. solía decir Manuela cuando, por las noches
cerradas, hablaba con el retrato de Rocío que parecía escuchar su voz
apergaminada. Esa niña y su sabiduría eran fiel a los milagros que, quizá,
tenía olvidados porque Manuela rezaba tanto sus oraciones mientras esperaba una
respuesta que no llegaba.
-Purifica mi alma, escapa del
sagrario y ofrenda una posibilidad de dicha; viajera, regresa a mendigar
caricias porque la oscuridad ciega tus ojos de agua. ¿Es el fin del mundo,
verdad?
Manuela divagaba porque no podía
ocultar el idilio que tenía con su amada hija pero tampoco deseaba cruzar la
reja porque sus huesos arrojaban frío. Sabía que en el fondo de la sombra
estaba la tempestad, un demonio que no entendía de bendiciones y con quien
tenía que luchar hasta dejar la última gota de sangre. Por momentos, creía ser
tan omnipotente como Dios pero luego caía en el silencio que da la
incertidumbre con su oleada de presagios. Ella era la niña que necesitaba
abrigo porque el espejo no tenía cara para enfrentar sus arrugas.
*
jueves, 3 de noviembre de 2022
La puerta roja
“¿Quién vivirá allá arriba en esa soledad”, pensó trepado al árbol de pomelo.
La vegetación era escasa por la llegada inminente del invierno que ya parecía helar la sangre a esas horas de la noche. Es que la anciana no era de esos viejecitos que se duermen temprano para levantarse con el alba. Ella trasnochaba porque le gustaba escuchar los sonidos nocturnos y mirar hacia la casa hasta que todas las velas dejaran de brillar. Era un juego para ella que estaba aburrida y que no tenía vida propia. Alguien le había arrebatado los años y había puesto el cerrojo a sus palabras.
Tadea cruzó sigilosamente el patio-jardín cubierta por un rebozo. Ese atuendo era usado por las sirvientas y la gente de color, todas las negras lo llevaban. Cuando hablaban con sus amos, con alguna persona de respeto o cuando iban a dar un recado se descubrían y bajaban el rebozo sobre los hombros. Ese tapado era de bayeta, con mucha frisa.
------------------------------------------------------Tu sillón vacío
martes, 1 de noviembre de 2022
El silencioso grito de Manuela (Cap VI-3ra parte)
-¡Voy a destruir tus neuronas
incompletas. Tu ojeriza se va a terminar porque yo voy a salir a
pelear! -gritaba Letizia por las galerías pobladas de espectros demasiado
fatalistas.
Manuela escapaba ignorando la
amenaza con su acostumbrada incapacidad pueril. No entendía a su hija pero
tampoco la juzgaba porque esas cuestiones escapaban a su entendimiento.
-¡Julián, viejo dormido, ven
acá…! -llamaba a su esposo que se hallaba ausente.
Al fin, Letizia se calmaba y se
recostaba sobre la hierba a jugar con los gatos. Dolores y Laura recorrían los
senderitos entre risas porque amaban a su madre y pensaban que ella se divertía
con Manuela; ambas perseguían causas justas.
Manuela se recluía en las
habitaciones con la estampa de la Virgen del Rocío y emprendía una
peregrinación alrededor de los muebles; esa imagen la ponía en contacto con los
orígenes, costumbres y vivencias. Le parecía escuchar las campanillas y
cascabeles de las carretas, los caballos y jinetes, las mujeres sevillanas… Los
Romeros portaban el Sin Pecado y
La voz de lo eterno tenía voluntad
de reinar y homenajeaba a su soberana: Manuela que se deslizaba como un tren
entre la niebla cubierta de fantoches y de sentimientos endebles. Miraba a
Letizia jugar con Dolores y Laura entre las hortensias, los pinos y el leñero
que albergaba algún ratón muerto propiedad de la gata Máxima. Esos despojos
eran el reflejo de las huellas de Rocío con su aspecto mortecino que vagaban
entre los ciruelos y los troncos cubiertos de brotes y de musgos.
Las calles desembocaban en ese
jardín con la opacidad de lo indistinto y el gris de una libertad truncada por
la desdicha. Todo resultaba ser tan oscuro que se desdibujaba y moría
lentamente como los cuerpos cuando la humedad los corrompe.
Letizia se mezclaba con el moho de
las tapias; añoraba la luz de otros tiempos y repudiaba la tiranía del
presente. Se sentía completamente vacía de aire, quebrada por las inexplicables
secuencias de una vida enferma. La única salida era escapar de su esposo a
quien consideraba un hombre aburrido, sin sentimientos, demasiado abarrotado de
lodo, sin memoria ni futuro.
-Lucía se llamará mi hija -decía como perdida en la maraña de sus caminos cubiertos de malezas y con la inestabilidad propia de las personas amenazadas-. Niña, amor posible, siento tu manera de llorar y tu forma de morir. Niña estás excavando la tierra en el templo de Rocío… -murmuraba otra vez mientras recorría las galerías con la sutileza de una enviada.
El viento soplaba con la fuerza de
un temporal y entraba a la buhardilla para derribar los licores de Manuela que
albergaban las sales que viejas befanas italianas le habían obsequiado en años
de peligros.
La filosofía de Letizia era esperar
el día para entender el porqué de su fragilidad aunque, en el fondo, ya lo
sabía; llevaba sobre sí la mochila de su madre que sobrevivía a los
antagonismos y a la claridad de sus raíces.
Manuela consagrada a un modelo de
recato y fidelidad no miraba más allá de sus propios códigos, sin transgredir
para que la gente no hablara pero también sin conmoverse ante los rechazos.
*
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
ETERNAMENTE MANUELA
lunes, 31 de octubre de 2022
“Dios no podía estar en todas partes y por eso creó a las madres”--Rudyard Kipling
¿Rosaura era feliz?
La eternidad.
domingo, 30 de octubre de 2022
La Liberación. (Cap 2-Patrick Brontë 2da parte)
−¿Y sus abuelos?
Eran
granjeros irlandeses. A mi padre no le gustaba el trabajo de campo y por eso se
independizó, estudió en Cambridge y luego, a los veintinueve años, ingresó en
el clero anglicano. Él era demasiado severo y obstinado. Le gustaba también la
poesía y escribía en los ratos libres.
−¿Tiene
libros editados?
Fue
autor de “Cottage Poems” en 1811 y “The rural Minstrel” en 1814, también
escribió para periódicos y folletos. Los poemas pastorales eran los que más le
gustaban.
−¿Y
su carácter? ¿Tengo entendido que era demasiado austero?
Muy
inflexible, hipocondríaco y misántropo. Hablaba sobre el Apocalipsis y por eso
estaba lleno de manías. Le daba mucho miedo el fuego. La rectoría no tenía
alfombras ni cortinas y siempre había baldes de agua disponibles. Le gustaban
las armas y llevaba unas pistolas cargadas que disparaba todas las mañanas
contra la torre de la iglesia.
−¿La
gente no le temía?
Más
o menos porque nos amaba y era abierto,
inteligente y generoso. Fue él quien se encargó de nuestra educación; nos
compraba libros, juguetes, nos impulsaba a leer y a escribir, a soñar con un
mundo mejor.
−Pero
era excéntrico…
−Y
sí, así podía ver la vida. Cada persona lleva un mundo dentro y hace de él su
cueva, su refugio, el altar… Lo respeta y lo cuida como el bien más preciado
porque es parte de su identidad, del ser mismo. Y no permite que lo invadan con
asuntos triviales o ajenos.
−¿Y
físicamente?
−Alto,
guapo, pelirrojo, con ojos azules.
−Debió
ser muy atractivo –comentó Sallie.
−El
hecho de ser religioso y de escribir poemas y prosa didáctica lo convertía en
un personaje peculiar que lo alejaba de la gente por su rectitud y
autoritarismo. Yo lo recuerdo así, algo disperso. Pensando siempre en nuestro
hermano varón Branwell. A él le daba dinero, lo poco que tenía para que pudiera
estudiar. Nosotras, las mujeres, pasábamos por muchos estados de angustia y
soledad, por el desamparo. Es que la mujer era relegada a último lugar.
−¡Qué
injusto!
−No
importaba ni importa lo justo. Entiendes por qué te explico lo del seudónimo.
El varón es aceptado, la mujer no. No interesa si tiene talento o si se
esfuerza demasiado. En esta época la mujer no vale nada.
−Pero
todo va a cambiar…
−Esperemos
que así sea por el bien de muchos, aunque yo no lo veré. Ahora regresa a tu
casa. Por hoy es suficiente. Vuelve, si quieres, mañana. A la misma hora. ¿Te
parece?
−Claro
–respondió Sallie encantada.
Charlotte
subió las escaleras y desapareció por los aposentos, por detrás de una enorme
caja de roble cerca del alféizar de la ventana donde se hallaban apoyados
varios libros polvorientos.
“Me
extraña su manera de alejarse, pero cuando vuelve lo hace cargada de luz. Luego
se va apagando como las estrellas con el alba, igual que una vela. Tiene mucho
para dar, pero se la ve agotada, a medio camino, maternal y fría. Sin dudas,
abraza las nostalgias como podría amar a un niño, con la calidez y la ausencia,
con la palabra y su silencio. Así es ella, la que permanece, la que por obra de
Dios se ha quedado de este lado del camino para ser testigo y muestra de la
perpetuidad del talento. Le preguntaré quién era Tabby y cómo los trataba… Me
inquieta ese nombre y sus misterios. Lo que les dejó como legado y la sabiduría
donde escondía las lágrimas cuando todo no marchaba como quería. Tal vez, no
podía dejar de sostener a esa familia que poco a poco se derrumbaba”, pensó
Sallie llena de preguntas retóricas y con el deseo de que las horas pasaran con
la rapidez de los huracanes para volver a encender el fuego de los interrogantes.
−Y los sermones –murmuró la escritora principiante.
De
haberlos escuchado se hubiera escapado para caer por esas ciénagas, esperando
desaparecer lo más rápido posible. El ser humano tiene sus debilidades y
Patrick era un hombre obsesivo, un clérigo irlandés, que se bebía sus propias
oraciones con la solemnidad de los párrocos adustos.
¡Cuánta
rigidez y formalidad!
Tal
vez, escondía inseguridad y desasosiego, miedo a ser atrapado en esas criptas
antiguas dentro de iglesias prehistóricas. Así era el padre de las hermanas
Brontë: un ser que prefería al hijo varón y que dejaba de lado a sus hijas
porque eran mujeres. Un hombre encerrado en sus manías para sobrevivir en medio
de sus propios peligros, los que no podía manejar, los que lo amarraban sin
descanso a sus leyes antagónicas.
Ser
hijas de un clérigo significaba ir por un camino aciago, sobre todo si ese
padre era pobre y arrastraba hondas preocupaciones sin futuro.
Patrick
Brontë ya era una leyenda, pero Sallie lo traía para revivir cada gesto y para
llevarlo a lo más alto.
La sabiduría del
encuentro lleva mensajes y enseñanzas. Es belleza.
*