viernes, 31 de mayo de 2024

Aluen (Cap 5. Hilario de Alcalá-Tercera parte)

 


Los indios dominaban vastas regiones que se extendían desde la cordillera hasta el sur. Pese a las viejas líneas de fortines de la época de virreyes y de las campañas al desierto realizadas por Martín Rodríguez entre 1820 y 1824, los malones o ataques indígenas llegan algunas veces hasta las poblaciones blancas o asaltaban las estancias llevando no solamente ganado, sino también mujeres y niños.

Cuatrocientos años después de la colonización, eran casi los mismos. Poseían las canoas con papagayos y ovillos de algodón hilado, azagallas y lancilas y otras cosas que, por aquellas épocas, intentaban intercambiar por abalorios y cascabeles. Eran mozos de hasta treinta años, de buena estatura; Tenían el pelo negro y grueso, cortado sobre las orejas. Algunos lo llevaban largo hasta la espalda y atado con un cordón alrededor de la cabeza a modo de trenza. Eran de buenas facciones, de estatura mediana y de color aceitunado como los tostados al sol. Unos estaban pintados de blanco, otros de negro o colorado: la cara, el cuerpo, los ojos y la nariz. No tenían armas como los españoles porque cuando se las mostraban las tomaban por el filo y se cortaban. No tenían conocimiento alguno sobre los instrumentos de hierro.

Así era Namba y no quería cambiar; les debía su aprendizaje a los ancestros ya los dioses y no pensaba defraudarlos. Ellos habían luchado por las tierras para defenderlas de los blancos y lo seguirían haciendo mientras le den las fuerzas. Con él no se negociaba…

En las noches de luna nueva, miraba el cielo y en su dialecto, mareado por el humo de alguna hierba, solía decir:

‒Aluen, luna ‒como en sueños para dormirse en pleno campo con el cielo como testigo.

 

 

Desde la Casa de las Huérfanas, se cruzó a la iglesia una joven llamada Luisa quien ayudó a Aluen a cuidar a Pedro. De paso, se entretenían leyendo poemas y bordeando carpetas para el altar.

El padre Hilario se trepó a lo alto del campanario; la sequía y los vientos eran testigos mudos de las bandadas de pájaros que se reunían a orillas del río Negro. Bajaban a beber, llegados de tierras desconocidas, aves de diferentes clases,  tamaños y colores. Bendijo con sus dedos el horizonte y elevó la mirada. Pensó que la religión era un recurso para proteger a las mujeres ya las criadas, pero que no debía interferir en su felicidad. Creía que para Aluen había llegado el momento de partir de ese lugar sagrado para comenzar a crecer, a disfrutar de la vida junto al hombre que la amaba. Jamás le preguntó sobre él y ella, tan callada siempre, nunca habló de afecto hacia alguien y menos de amor. Parecía no conocer el sentimiento, es que nadie le había enseñado el significado y su poder. Tal vez, con la llegada de Pedro pudo llenar un vacío que por su destino no había imaginado. El padre Hilario la quería como una hija, hasta la veía pequeña en sueños igual que cualquier niña jugando en un parque, por la campiña o en el patio de la iglesia. ¿Y tu risa? Era tan contagiosa como sus lágrimas y suavizaban la angustia atemporal, el miedo que a veces lo acechaba en las noches cuando escuchaba los gritos, casi aullidos, de los indios que venían para vengar la sangre derramada de los suyos. Esa incertidumbre era demoledora y entonces abría el armario de la sacristía donde tenía los libros de misa y de doctrinas y los ojeaba buscando señales, pócimas, para sus males. Aquellos textos eran heredados y tenían las tapas deformadas porque la piel o el cuero que los encuadernaba estaban mal curtido o deteriorado por la humedad, el polvo y los hongos.

‒Me duele el pecho de tanto estar encerrado, padre Hilario ‒le comentaba Aluen como al pasar porque no quería preocuparlo demasiado.

‒Debes tener paciencia, pronto tu vida va a cambiar.

‒¿Cómo lo sabe?

‒Lo sé, eso es lo importante.

Para tranquilidad de Aluen, Leiva no había regresado. Esa conducta era sospechosa. ¿Quién podría creerle a un desquiciado? Aluen siempre estaría en peligro, salvo que tuviera a Pedro acompañándola. Él había dicho que regresaría, pero pasaban los días y no aparecía por la iglesia.

‒¡Padre, necesita pasteles para esta semana! ‒gritó doña Ramona desde el atrio.

‒Trae, hija, que siempre son bienvenidos ‒respondió el cura desde el piso porque se había caído al pisarse la sotana. Es que era demasiado torpe. Algún día se quebraría la cadera de tanto subir a buscar libros viejos oa arreglar el techo de la parroquia, cuando el viento volaba las chapas llenas de óxido que él mismo restauraba.

‒¿Todo bien?

-Mas o menos.

‒¿Cómo más o menos?

‒Acércate ‒le ordenó a Ramona‒. ¿Tú le contaste a Pedro Medina sobre Aluen y su hijo? ¿Tú que me prometiste guardar silencio estuviste hablando a mis espaldas?

‒Le juro que no, padre Hilario.

‒¡No jures! ¡Sin juramentos!

‒Bueno, perdón. Yo le… No dije nada.

‒Entonces, ¿quién pudo ser? Aunque confieso que debo darle las gracias porque salvó a Aluen de que Manuel Leiva se llevara a su hijo para la casa y que ella, obligada, tuviera que ir detrás para no dejar solo al niño.



‒¿El hijo es de Leiva? ‒preguntó Ramona con curiosidad.

‒Eres terrible, mujer. Te gusta el chisme. No sé, Aluen jamás lo mencionó y no creo que lo vaya a decir nunca. Recuerda que quería morir o regalar a su hijo.

‒Es verdad, pobre niña. Nadie sabe qué siente en verdad. Su interior es un oscuro laberinto de preguntas sin respuestas y de soledad. Sabe,  imagino quien le llevó la noticia al joven Pedro.

‒Y tú, quien va a ser.

‒¡Le dije que no! Fue mi sobrina Francisca.

‒Pero…si es casi muda esa muchacha.

‒No habla, pero se fija.

‒Eres graciosa. Me alegro. Ve a hacer los pasteles. ¡Vamos!

**

ALUEN (Novela plagiada en Amazon)
------La Patagonia rebelde, Los indios tehuelches, El sur argentino, Carmen de Patagones, indios piel roja, tribus argentinas.

jueves, 30 de mayo de 2024

Aluen (Cap5. Hilario de Alcalá-Segunda parte)

 


El soldado tomó, como siempre lo hacía, del cuello a Leiva y lo arrastró como un saco de piedras hasta la puerta, bajó los escalones de la iglesia y lo dejó en el medio de la calle, donde un carro que llevaba leña casi lo atropella.

‒Maldito ‒murmuró‒. India del demonio, arrastrada…

Leiva se fue como pudo, parecía tener todos los huesos rotos.

‒Esto no se quedará así. Tengo derechos, ese hijo no puede ser del estúpido militar porque esa mujer es mía.

Aluen, con el niño en brazos, lloraba desconsoladamente. Pensaba que se había librado de ese hombre, pero no era sí. La vida era un calvario.

El padre Hilario no podía contener el estupor ante semejante espectáculo dentro del templo. Tendría que rezar diez años seguidos para sanar la herida. Pedro permanecía allí sentado en un banco con la cabeza baja, confundido, inmóvil, porque la situación lo había sobrepasado. La guerra con Leiva no se terminaría nunca, tendría que tomar una decisión. Aluen se había ocultado en el cuarto para calmar al niño que lloraba sin consuelo frente a la pelea. Él estaba acostumbrado a ese silencio de ángeles que habitaba en el templo. Su vida corta conocía las voces de su madre y del párroco, que eran siempre cálidas y amorosas, y el ronroneo de Timo, un compañero inseparable que lo miraba dormir en las noches estrelladas.

‒Hijo… ¿Estás bien?

‒Sí, padre. Disculpe esta guerra dentro de un sitio de paz, pero era necesario poner en su lugar a ese hombre inescrupuloso.

‒¿Se da cuenta por qué oculté a Aluen todo este tiempo?

‒Sí, ahora sí. Y perdone nuevamente si desconfié de usted. Yo no sabía que ella tenía un hijo. Es de Leiva, ¿verdad?

‒No ha querido decirlo. En un momento, pensé que era suyo porque lo dijo con tanta convicción.

‒No, padre, ojalá.

‒Se llama Pedro, sabe.

‒¿Sí? ‒respondió Medina y los ojos se le nublaron al escuchar aquello que lo emocionaba hondamente por todo lo que significaba. Aluen le estaba enviando un mensaje con esa actitud y con ese regalo.

‒Es para conmoverse. La verdad es que Aluen debe sentir algo por usted para bautizar al niño con su nombre. Créame, ella es muy introvertida. Habla muy poco, pero creo que está muy agradecida y quiso demostrarlo con ese gesto.

‒Me da mucha felicidad porque yo la amo, padre.

‒¿De verdad?

‒Así es. No pude olvidar sus ojos desvalidos aquella tarde que huía de Leiva, tan desprotegida. Parecía una niña de cinco años. Yo, como hombre, sentí la necesidad, la obligación de protegerla. No sabía dónde llevarla y decidí ir de doña Ramona, pero se escapó de la casa.

‒Sí, porque le pareció un lugar conocido en donde ese hombre la iba a encontrar rápidamente. Primero se alejó hacia el río; estaba desesperada. Quería morir. Luego, vino para acá y yo soy un sacerdote. ¿Qué iba a hacer? Tenía que ayudarla.

‒Hizo lo correcto, padre. Mire, yo ahora me voy pero volveré. Creo que no es momento para hablar con ella porque se tiene que recuperar. Le ruego que los cuide, a Aluen y al niño, y por cualquier cosa estoy en el Fuerte. Mándeme llamar, a la hora que sea, por Ramona o por las muchachas del asilo.

‒Dios lo bendiga.

‒Gracias, padre.

**

ALUEN (Novela plagiada en Amazon)
-----La Patagonia rebelde, Los indios tehuelches, la colonización galesa, el sur argentino.

miércoles, 29 de mayo de 2024

Aluen (Cap5. Hilario de Alcalá-Primera parte)

 


5-HILARIO DE ALCALÁ

 

 

MI HIJO, TU HIJO

LA DIGNIDAD

 

Después de haber hablado con Francisca, a Pedro Medina le cambió la vida. No sentía rencor por nadie, tampoco quería apurarse a dar el primer paso. Aluen no lo había buscado y por propia voluntad o por otras razones decidió esconderse del mundo. Ése era un detalle que debía tener presente, aunque el entusiasmo que tenía por verla lo empujaba hacia la plaza que quedaba justo frente a la iglesia Virgen de las Rocas. Todos los días al atardecer se sentaba en una banqueta a observar: gente que iba a misa, raros personajes que se santiguaban y llevaban mantilla negra, doña Ramona y Francisca, otros que entraban mirando a un lado y al otro de la calle como si fueran ladrones, ancianas con cofia y misal, niños que pedían monedas, monjas que hablaban como cotorras… Todas las tardes casi la misma gente. No sabía cuál podía llegar a ser el momento apropiado para llegar de visita. Estaba nervioso. No quería que nadie lo viera y menos Aluen. En la Casa de las Huérfanas había llegado el lechero y las jóvenes estaban alborotadas. Pedro sonrió. ¡Cuánta inocencia junta! El padre Hilario salía a limpiar el cáliz en una vasija que sacudía en la vereda. A Pedro se le borraba toda la magia de la fe religiosa en ese acto burdo e impensado.

“Dios es más grande”, pensó.

Se sentía cobarde como un principiante, pero estaba seguro que allí dentro se hallaba la mujer de su vida, el futuro feliz que soñaba, el que nunca imaginó vivir. Aluen era india, pero eso no importaba porque la amaba y porque este último año, que no supo nada de ella, fue el más triste de su vida.

Pedro estaba disperso entre los caballos y los carruajes que a paso lento, como aburridos, cruzaban las calles de tierra dejando el polvo de los caminos arraigado a sus botas. No tenía apuro. Después de tanto esperar, el sosiego le traía cierta pereza dominguera que lo volvía un anciano, pero sabía que tendría que actuar en algún momento. Se hallaba distraído observando a las muchachas del orfanato que, después de despachar al lechero, recibían al verdulero y así la cola de vendedores era interminable. Al verlas, se sonrió nuevamente, es que parecían monjas escapadas de alguna estampa bíblica.

“Ojalá no sufran”, pensó.

Entre idas y vueltas, comenzaron a salir los fieles que habían asistido a la misa y el padre Hilario, como era su costumbre, los despedía en la puerta y les daba las bendiciones. Algunos de esos personajes eran realmente hipócritas, pero el cura los consideraba criaturas de Dios y los perdonaba. En un momento, casi por sorpresa, llegó Manuel Leiva y comenzó a discutir con el párroco. Pedro se puso nervioso, quiso intervenir, pero se contuvo. Leiva empujó al sacerdote que no quería dejarlo pasar y entró rápido al templo. Allí, el soldado pensó que era la hora de actuar. Esa situación no estaba en sus planes, pero no podía dejar de defender a la Santa Iglesia de ese atropello y de la falta de respeto hacia la autoridad eclesiástica.

‒Padre… ¿Está bien?

‒Sí, hijo, pero ve, apúrate que ese loco es capaz de cualquier cosa.

Pedro Medina entró a la iglesia Virgen de las Rocas y desde lejos comenzó a oír gritos. Leiva discutía con una mujer que, por la voz, parecía Aluen. No estaba seguro, pero era obvio que a otra cosa no había ido a ese lugar sino a acosarla nuevamente.

En medio de esa ardua discusión, apareció Leiva, desde los cuartos, con un bebé en brazos.


‒¡Devuélveme a mi hijo! ‒gritaba Aluen desesperada.

“¿Hijo?”, pensó Pedro, quien no sabía nada del tema.

‒¡Es mío también! ‒gritó Leiva‒. Si lo quieres debes venir conmigo, a mi casa, a nuestro hogar. Es hora de que regreses con tu familia.

‒¿Familia? ¡Yo no tengo! En todo caso son los aborígenes quienes pertenecen al mundo en que nací. ¡Trae a mi hijo!

Empezaron a forcejear. Leiva, al ser hombre tenía más fuerza. El niño lloraba.

‒¡Deje el niño ya mismo! ‒gritó una voz gruesa, como de sargento del ejército.

‒¡Tengo derecho a llevarme a mi hijo!

‒¡No es su hijo porque es mío! ‒gritó Pedro y los demás se quedaron callados. El padre Hilario se llevó las manos a la boca en actitud de asombro, Aluen sonrió débilmente y Leiva se calló de inmediato ante las palabras firmes y convincentes de Medina que se mantenía rígido y expectante frente a ese ambiente tórrido.

‒¡Miente! ‒gritó nuevamente Leiva‒. Ella me ha hecho demasiados favores. ¿A usted también?

Pedro lo empujó, le quitó el niño y se lo entregó a Aluen.

‒¡Lávese la boca antes de hablar de una dama!

‒¿Dama? ‒se rio Leiva‒. No sabe quién es esta india. ¿Quiere que le cuente?

‒¡No me importan sus cuentos! ¡Respete la dignidad de una mujer! Usted no sabe lo que significa la palabra hombre, caballero… Usted es una basura y quiere robarle el hijo a una madre. ¿Con qué derecho?

‒Porque soy el padre y no lo estoy robando. Me lo llevo porque se tiene que criar y educar con su familia, con sus hermanas. Yo ahora soy viudo y Aluen es mi mujer.

‒¡Qué absurdo! ¡Parece loco! ¿Viudo? Y a nosotros qué nos importa. Le repito que el hijo es mío ‒gritó Pedro de nuevo‒, se queda con su madre y ahora usted se va.

**

ALUEN (Novela plagiada en Amazon)

------La Patagonia rebelde, Carmen de Patagones, Los indios tehuelches, la colonización galesa.

martes, 28 de mayo de 2024

Aluen (Cap 4. Namba-Tercera parte)

 


La joven india se quedó inmóvil al escuchar aquella confesión. No sabía que Pedro la había buscado en este tiempo, aunque lo suponía. Con el padre Hilario nunca hablaron de él. Ella no preguntó jamás.

‒Yo le dije al padre que me ocultara y que me protegiera de los hombres de este pueblo ‒exclamó Aluen para defender al sacerdote.

‒Pero, Pedro te quería bien. Yo sabía que tú te hallabas aquí, también lo del niño, pero nunca se lo comenté y lo dejé ir con el rostro cansado de tanto buscar tu huella. Vivía para ti, para soñar con el encuentro, para demostrar que ese amor podía salvarte del daño que te habían hecho.

‒¡Mejor así! ‒gritó el padre.

‒¡Mejor no! ‒replicó doña Ramona que estaba harta de esconder secretos.

‒¡Hija! Estás en la casa de Dios.

‒¿Le parece bien tanta injusticia? Si Aluen sufrió,  ¿por qué obligaron a padecer las mismas miserias a Pedro Medina que es un santo, un hombre de bien?

‒¿Él preguntó por mí?

‒Un millón de veces y me quedo corta.

‒Pobre. Tiene que comprender mi situación. Usted no sabe todo, Ramona. Yo era una desgraciada mujer sin fuerzas y sin ganas de vivir. Quería morir. ¿Sabe lo que eso significa? Estaba esperando un hijo y no lo deseaba. Lo rechacé muchas veces, quería regalarlo… No sé. ¿Me comprende? Igual no le diga a Pedro, por favor, sigamos así que estamos bien. Mi vida ha cambiado, soy otra persona.

‒Sí, me doy cuenta.

‒Entonces, buena señora calle como lo hizo hasta ahora. No puedo contarle más, pero si la quiere realmente a Aluen debe seguir manteniendo oculto su paradero. Se lo digo por el bien de todos.

‒Yo no sé del amor, pero me parece que están cometiendo un error que no tiene retorno. Mejor vamos. Acá le dejo todo padre y si necesita remendar calcetas me las envía por alguna niña del asilo.

‒Ve con Dios.

Aluen, con el gato en brazos, se fue al cuarto. Pedro dormía. Lo miró y se le cayeron las lágrimas al recordar a aquel caballero que la había salvado. El único hombre que la había respetado y que le había dado su lugar de mujer: el que muchos pisotearon con injurias y abusos porque ella era una india, un ser inferior, de otra raza, de una cultura despreciable, de un color distinto y de un origen humillante. Pedro era un ser único, pero debía ignorar su escondite y alejarlo de su vida. Él merecía una mujer diferente, sin pasado, pura de cuerpo y alma, sin manchas. Así debía ser y por eso el padre jamás le habló de la búsqueda y de las horas que pasó entre el dolor y el miedo a ser descubierta. Doña Ramona nunca dijo nada, pero no se podía confiar más en su discreción porque se la notaba batalladora y sobre todo justiciera.

 

 

El viento arrastraba las hojas secas de los árboles y se llevaba retazos de existencias pasadas. La nostalgia se colaba por aquellos zaguanes, y en los patios de hortensias aparecía, como alma descubierta por algún agorero, una voz:

‒Cuando hay hortensias la niña no se casa.

Allí se detenía el tiempo con los susurros y el revuelo de algún malón. Mientras tanto se respiraba paz, esa tranquilidad de claustro que inquieta en demasía, que necesita gritos y que desordena las ideas.

A caballo, y seguido a una distancia prudencial por la sobrina de doña Ramona, iba Pedro rumbo al centro del pueblo a buscar unos comestibles. Francisca se sentó en las escalinatas de la iglesia de los Virgen de las Rocas. El templo estaba cerrado y se veía algún movimiento al lado en la Casa de las Huérfanas, sobre la misma vereda, donde titilaba el candil. Cuando Francisca lo vio se puso de pie y lo detuvo con la mano en alto.


‒Necesito hablar con usted.

‒No tengo tiempo. Estoy muy ocupado en el Fuerte y quiero llegar con la mercadería antes de la noche. Me vigilan, sabe. No es un juego de niños mi vida para detenerme a conversar tonterías. Me disculpa ‒dijo Pedro de malhumor.

‒Es sobre Aluen.

‒Otra mentira más. Su tía, una mujer egoísta, por cierto, nunca me quiso ayudar y siempre trató de poner obstáculos en la búsqueda. Estoy agotado de tantos enigmas y misterios, de lecciones de moral, de consejos de abuelas que no hacen nada en todo el día.

‒No sea injusto. Yo sé dónde está la indiecita.

‒¡Basta ya! ¡Me va a decir que bailando con los tehuelches al sur! Esa farsa ya la conozco. Usted es una señorita, no permita que me salga de mi eje y le diga cualquier necedad.

‒¡Está en la iglesia! ‒gritó Francisca y se fue tan rápido que no le dio tiempo a Pedro de decir otra cosa. Ni reproches, ni insultos, el mutismo total.

**
ALUEN (Novela plagiada en Amazon)
------La Patagonia rebelde, Los indios tehuelches, La colonización galesa, Carmen de Patagones, el sur argentino.

lunes, 27 de mayo de 2024

Aluen (Cap 4. Namba-Segunda parte)

 


La vida de Aluen se tornaba monótona, pero ya no tenía miedo. Junto a la iglesia había una Casa de Huérfanas donde iba todas las tardes a ayudar con las labores; algunas jóvenes leían en voz alta para las ancianas y también para ella misma porque todavía no había aprendido a interpretar los textos. Sí a hablar correctamente porque el padre le había dado clases especiales. Le gustaban mucho los libros de poesías que guardaba en su habitación como un tesoro del cielo. Es que le transmitían emociones impensadas y le revivían otras que quería olvidar y no podía. Pensaba que cuando estuviera preparada le gustaría enseñar a los niños a escribir versos.

El padre Hilario, en ocasiones, la llevaba a retiros espirituales, pero el encierro despertaba en ella una especie de rebeldía. Su espíritu indio permanecía en su interior y se manifestaba cuando le quitaban el oxígeno. Ya no odiaba, ése era un mal sentimiento. Se lo decía siempre el párroco, no solamente a ella sino cuando daba la misa.

En aquel universo desierto, tanto como las almas de las muchachas que vivían al lado de la iglesia, ella, Aluen, la luz de la luna, ya no tenía deseos de soñar, sólo vivía el día a día. Ese presente que le tocaba en suerte, con la paz que había alcanzado a fuerza de voluntad y sacrificio.

Aquello fue como una ráfaga

igual al principio de las cosas,

como ver a Dios…

 

Por las tardes, cuando la iglesia estaba en silencio, se sentaba cerca de las ventanas que daban al patio para ver la claridad de la tarde y, a través de los ñandutíes, dibujaba con la vista arcos en el piso de ladrillos y en las alfombras del telar. Eran corazones de amor que luego se disipaban con el viento y se los llevaba lejos. Ya no recordaba a Namba y sus parientes porque su vida había cambiado, era otra mujer: tan digna como la joven de la mejor familia.

‒El niño está llorando ‒dijo el padre y ella corrió a atender a su amado Pedro.

 

 

Manuel Leiva había quedado viudo. Su mujer falleció por una negligencia médica al suministrarle una medicina que su cuerpo rechazó pues era alérgica.

‒Es que yo no conocía bien a la paciente ‒dijo el médico de turno donde la habían llevado porque querían protegerla. En Carmen de Patagones no había recursos.

Desde ese día don Manuel empezó a vagar por las calles, parecía encaprichado con la vida. Quizá, seguía como Pedro, buscando inconscientemente el rastro de Aluen en algún sitio. El pueblo comentaba que vivía con los indios en el sur, pero Pedro Medina cuando los visitó se dio cuenta de que allí no podía estar. Ella era una nativa refinada, una muchacha que no pertenecía a esa familia de siervos de la tierra.

En aquellas paredes pálidas y desnudas de la iglesia Virgen de las Rocas, Aluen criaba a su hijo. Al principio había querido rechazarlo porque no era el fruto del amor, pero después, al verlo, se dio cuenta que esa personita era solo de ella: su continuación. Vio sus mismos ojos verdes y una débil sonrisa de dicha cuando lo arropó en sus brazos. Sabía que jamás lo abandonaría y que viviría para él porque no le hacía falta nada más ni quería… Estaba bien así porque el padre Hilario la protegía, tenía trabajo y se sentía útil cuando acompañaba a las huérfanas que se consumían entre los floridos años.

En un momento, oyó un ruido y se sobresaltó; un gatito maullaba desde el otro lado de la pared, como si estuviera aprisionado. Aluen cruzó la sacristía y buscó al pequeño felino que se hallaba en un altillo carcomido que separaba la iglesia de la Casa de Huérfanas. Y desde allí, refugiado y muerto de miedo, la miraba con ojos de niño abandonado que necesitaba con urgencia un ama de crianza.

‒Ven, bebé, que a la luz del día sentirás que eres libre, pero ya no me abandones porque soy tu madre.

Aluen era, al extremo, una mujer tierna, tan sensible como aquellos que han sufrido mucho y que cargan heridas sin sanar. A pesar de eso, tenía amor de sobra para dar y estaba dispuesta a entregarlo sin esperar nada a cambio.

‒¡No quiero gatos! ‒gritó el párroco que llegaba arrastrando la sotana desde la calle. Vio a Aluen que se paseaba con el animalito que acababa de rescatar.

‒Pobrecito, mire que ojitos tan dulzones que tiene… ¿no se parecen a los de Pedro? Déjeme que cuidaré de los dos, no mejor de los tres porque usted también necesita de mí. ¿Verdad?


‒Bah ‒rezongó‒. ¡Qué linda eres! Has ganado mi cariño, hija. Te mereces eso y mucho más.

En medio de la charla, se oyeron unos pasos y Aluen intentó refugiarse en la habitación, pero no le alcanzó el tiempo y quedó en evidencia.

‒No te escondas, muchacha, que yo ya sé desde hace bastante que vives aquí con tu hijo ‒comentó, a viva voz, doña Ramona que llegaba con la sobrina. Traía la ropa para los necesitados y los alimentos en la canasta.

‒¡Por favor! Le pido que no le cuente a nadie que me vio. Por lo que más quiera. Yo sé que usted es una buena mujer, solidaria y caritativa.

‒Pero… ¡Qué bien te expresas! ¡Buen trabajo, padre!

‒Es lo menos que podía hacer por ella, después de todo lo que tuvo que padecer.

‒Usted perdone…‒dijo Ramona‒. ¿Por qué les mintió?

‒¿A quiénes?

‒Primero a todos y después a Pedro y a Aluen.

**

ALUEN (Novela plagiada en Amazon)
------La Patagonia rebelde, Los indios tehuelches, La colonización galesa, Carmen de Patagones, el sur argentino.

domingo, 26 de mayo de 2024

Los siete dones (8-El oficio de ser pobre-2da parte)

 


Julián se encontraba comiendo algo sentado en la escalinata del orfanato; se oía el repiqueteo de las campanas de la iglesia. La gente pasaba sin reparar en él y en su triste aspecto. Estaban acostumbrados a verlo ir y venir, no le tenían miedo porque no sabían en el ambiente donde había crecido.

−Oye… ¿Qué te dije yo el otro día?

Cuando Julián vio que Milagros se acercaba, se puso de pie igual que un caballero, pero se mantuvo con el sombrero en la mano y la vista baja, en el suelo, ése mismo que pisaba a diario y que lo conocía tanto.

−Buenos días, señorita.

−No te hagas el educado conmigo que te falta mucho. ¿Todavía por la calle? ¿Qué te aconsejé?

−Que busque trabajo. No lo voy a hacer. Mire lo que soy. ¿Usted cree que con esta ropa alguien me va a respetar?

−Bueno, tienes razón. Tampoco te pido que vayas a servir copas a una confitería. Ven conmigo –dijo Milagros y lo arrastró por el brazo.

−¡No! ¡Qué se piensa!

−¡Necio! Ven…

Julián se debatía entre la vergüenza y el miedo. No quería ir con esa señorita fina. ¿Qué buscaba? ¿Por qué lo molestaba tanto? ¿A ella qué le importaba de él?

−Tonto y más tonto. Te quiero ayudar.

−¡Déjeme en paz, quiere!

Milagros se fue con Timoteo en la calesa y Julián se quedó mirando hasta que se perdieron en el horizonte. Le dolía ser pobre, un indigente. Imaginaba poder llegar a ser su amigo. ¡Qué linda que era! ¿Por qué el destino se empeñaba en abandonarlo a su suerte! ¿Por qué no le daba una oportunidad?

−¡Hay que buscarla! –seguro le gritaría Milagros y con razón. Él no quería moverse de ese sitio de confort porque así estaba bien.

“Ser pobre molesta. Lo sé. Quizá, ella piensa que soy peligroso. Crecí a fuerza de golpes y eso me hizo débil y miedoso. Ni la voz me sale. Cuando oigo un ruido tiemblo y me doy vuelta despacio para ver de dónde viene: de un puño cerrado, de un trozo de madera, de un tacho viejo… La violencia no tiene nombre y aparece para castigar al más débil, a la víctima, al que no tiene defensa. Yo podría ser como ellos, mi familia, qué más da… pero no quiero. Aunque indirectamente han sido y son una rara influencia en mi carácter y en mis impulsos. ¿Cómo pueden pensar que alguien me dará trabajo? Ni para barrer un sótano. La sociedad no para de cargar injusticias contra aquellos solitarios que si murieran tirados en un lodazal nadie los vería por meses. Total, no han perdido nada. El mundo seguirá andando con indiferencia y cada uno sabrá dónde estará el oxígeno para vivir un día más”, pensó Julián mientras se iba caminando despacio rumbo a la Sociedad Rural, donde se juntaban los productores agropecuarios. Quizá, alguno de ellos reparara en su presencia y le hiciera algún hueco en su estancia, pero eran tan copetudos; de esos que jamás miran para arriba porque creen que son el punto más alto.


“Estos ni se embarran las botas”, reflexionó Julián mirándolos de lejos, como queriéndoles hablar con los ojos. Sentía más curiosidad que otra cosa y también el abismo que los separaba, un hueco tan oscuro que parecía noche.

Entre los productores vio a don Aurelio Correa Viale, el padre de Milagros; parecía un domador por la forma en que estaba vestido. Era de atropellar a cualquiera y el orgullo le brotaba de sus gestos adustos y hasta crueles. Le recordaba al padre que le pegaba: la misma mirada, el mismo grito, los movimientos bruscos y secos. Se oían relinchos de caballos en los coches estacionados y el paso de los tacos de las botas que asomaban sobre los pantalones de telas finas. Alguno llevaba poncho lanar y bigotes largos y blancos.

−Estos les deben buscar maridos a sus hijas y al revés, para que todo quede entre ellos y así contar más billetes. Están llenos de heridas por dentro, de esas que no causan dolor, pero que lastiman al otro.

−¿Funciona ser pobre, che? –le dijo alguien y le tocó el hombro.

−No le entiendo.

**

LOS SIETE DONES
--------------Felicitas Guerrero, Iglesia de Santa Felicitas, Estancia "La Raquel", Carlos Guerrero, Martín de Álzaga, María Caminos (Referencias-Daniel Balmaceda-escritor)

sábado, 25 de mayo de 2024

Los siete dones (8-El oficio de ser pobre-1era parte)

 


8-EL OFICIO DE SER POBRE

 

 

−Cuánta gracia tienes para consolar las penas. Te gusta sufrir –le dijo Ignacio Avellaneda a su tía, el ama de llaves.

Ignacio era un misterioso y frecuentaba los salones y lugares públicos sin comprometerse con nadie. Llevaba levita y lentes con armazón fino.

−Necesito un jerez.

−Ven para la cocina.

−No me gusta ese lugar. Es de criados sin ambiciones.

−Pues tú lo único que llevas es el apellido –respondió Gloria, su tía.

−Y sí, somos de los Avellaneda pobres; pero eso no tiene nada que ver porque el abolengo, el carisma, se lleva dentro y viene de la cuna.

−Me haces reír.

Ignacio visitaba de vez en cuando a su tía Gloria para entrar a la residencia y ver, de cerca, cómo vivían aquellos que decían tenerlo todo. ¿Eran felices? ¿El dinero les daba paz interior?

El joven nunca se presentaba en la sala, Gloria se lo había prohibido. No quería problemas con los patrones ni con nadie. Ella era una mujer austera y sin pretensiones. Se conformaba con lo puesto, con el día a día, y con tener trabajo. Aunque eran migajas las que recibía por paga, le alcanzaban para una vida de soltera mayor y sin lujos.

−Raro que estando acá no te hayas enganchado algún viejecito rico.

−¡Calla! ¡Insensato! Y ahora vete que no quiero que te vea nadie. Esta casa está de duelo.

−La verdad que sí, me voy, pero volveré uno de estos días.

Gloria miró por la ventana.

−¿Y esa calesa?

−Me la compré el sábado.

−¡Muchacho! –rezongó Gloria al ver los aires de grandeza de su sobrino.

−¿Quién es él? –preguntó Milagros a espaldas de Gloria. Ya había entregado las revistas y una carta de su padre para don Carlos. Nadie la vio entrar y en ese momento justo se retiraba. Timoteo la estaba esperando en la esquina.

−¡Niña Milagros! ¡No la vi entrar!

−Es que me abrió un joven que no conozco…

−¿Él le abrió la puerta? ¡Qué desubicado! Podría costarme el trabajo.

−No importa Gloria, yo no diré nada.

Milagros seguía mirando la calle donde se había marchado Ignacio Avellaneda en su calesa nueva y reluciente.

−¿Es de la familia?

−¿Quién?

−¡El joven que se fue recién! ¡Gloria, te dispersas!

−Ah… no. Es mi sobrino Ignacio que me visita de vez en cuando.

−No lo conozco de la sociedad porteña. Bueno, yo no salgo mucho.

−Es que él tiene sus propias amistades. Es un muchacho especial, un poco desorientado, pero ya va a encontrar el rumbo. Yo le digo que tiene que ser él mismo, auténtico, y no querer mostrarse, aparentar lo que no es…

−¿Por qué dices eso?

−Porque lleva apellido de alcurnia, pero es un joven de familia media. No le sobra el dinero. A mí no me gusta que adopte esos aires altaneros de cierta gente.

−Existen muchas personas de dinero y condición social elevada que son humildes y espirituales. No hay que juzgar a todos por igual porque la gente cuando descubre su mundo interno se da cuenta que son otros, que tienen valores.

−Sí, las apariencias engañan…


−Claro. Bueno, me voy Gloria. Adiós. ¿Y Julián? No lo veo en la puerta.

−Debe estar en la otra cuadra frente al asilo de las Huérfanas.

−¡Qué pena!

−Necesita ayuda, pero nadie se hace cargo.

−Yo.

Milagros estaba dispuesta a todo. Caminó por la avenida rumbo a la Casa Cuna; le hizo unas señas a Timoteo, el cochero, para que la siguiera hasta el lugar que quedaba a una cuadra.

**

LOS SIETE DONES
--------------Felicitas Guerrero, Perdonar es divino, El carruaje de la muerte, El amor menos pensado, Te quiero mucho, mucho, Camino a casa.

viernes, 24 de mayo de 2024

Los siete dones (7-No somos nada...2da parte)

 


Estancia "La Raquel" familia Guerrero 1894


Martín Gregorio de Álzaga no superaba la muerte de sus dos hijos. Su salud se deterioraba día a día. Estaba delgado y tembloroso, con la mirada distante y el alma en pedazos. Felicitas no podía hacer mucho, ya que llevaba sobre los hombros el dolor de madre. Sus padres se hallaban cerca, pero la vida era otra. Necesitaba recomponer cada minuto, cada hora, pero al ver a su esposo retrocedía meses. Es que no era un estímulo sino todo lo contrario.

En aquella casa que ahora parecía más grande y más sola, Álzaga falleció; se descompensó abruptamente y ya no pudo animarlo. La sangre le dejó de correr por las venas. Habían pasado tan solo quince días de la muerte del bebé. Tenía casi cincuenta y seis años, y una vida por delante que quedó trunca. Tal vez, demasiado tiempo vivido de golpe, atropelladamente, con poderío y resentimientos, con fracasos y mentiras.

Felicitas, la más bella de Argentina, tenía veintitrés años y había heredado toda la fortuna de su marido. Ella era víctima de un drama, y ​​de las exigencias de una sociedad marcada por deseos ocultos y una ambición severa. Demasiada experiencia en tan cortos años, le daban un halo de misterio y de sofisticación, pero también la oportunidad de resucitar de ese letargo para vivir, para ser querida, para sentir la pasión y el romanticismo al alcance de los dedos.

Era muy pronto…

−Hija, ¿qué vas a hacer? ¿Me quedo un día para acompañarte? ¿Dos?

−No, madre. Soy fuerte.

Don Carlos prefería no escuchar. En el fondo, sintió una dicha rara, y eso lo movilizaba a perder la paciencia frente a los demás y escapar a su escritorio para seguir acaparando billetes entre las sombras.

−Parece mentira. No somos nada. Lo siento –le dijo don Aurelio en el cementerio a los Guerrero que parecía querer eludir saludos−. Si llueve es porque ha muerto alguien bueno.

El sol, acompañado las delgadas gotas de lluvia, caía sobre las cruces en vertical y las flores de los ramos seguramente se marcharían en dos horas.

El misterio con todo lo que tiene de gris frente a las sepulturas se diluía, se evaporaba, por la luz brillante que marcaba un sendero libre de llanto, nuevo.

Los carruajes fueron desapareciendo a la distancia, y sólo quedaron los ecos del pasado viviendo a medias entre el yeso y los brotes. Niños y grandes, juntos y abrazados, para contemplarse como quien ve a Dios, buscando la sanación para regresar, cantando romances de abril, y acariciando nubes, más allá, en otra dimensión.

“Algún día llegará el reino de los justos”

 

 

Los hijos de María Caminos recibieron dinero, pero no estaban conformes. Martín de Álzaga era millonario y exigían mucho más de lo que se les dio y que estaba estipulado, de antemano, por el dueño de las propiedades.

Carlos Guerrero, como vigía que era de la fortuna de su hija Felicitas, salió a defensor de su patrimonio y los derechos que tenía por ser la esposa.

Los hijos ilegítimos de Álzaga dijeron que la fortuna era cuantiosa, y que merecían, por lógica y por ley, más dinero.

−Nosotros también somos de la familia.

Fue así que Carlos Guerrero y Felicitas sumaron más dinero a la cuenta de los hijos de María Caminos para dejarlos conformes y para que no molestaran más con reclamos. En definitiva, Felicitas nunca se había querido casar con Álzaga; la obligaron, padeció grandes sufrimientos y, a pesar del corto tiempo, esas heridas marcaron hondamente su carácter. Creció de golpe, se transformó en una mujer con otra edad, con más huellas y más billetes, muchas estancias y cientos de pretendientes.

−Nadie sabe lo que sufro por dentro.

−Que no se note –respondió Carlos Guerrero−. Disímula como yo, ¡es tan fácil!

−Seguro, padre, usted sabe mucho más que yo –exclamó Felicitas sin rencores.

**

LOS SIETE DONES
--------------Felicitas Guerrero, Martín de Álzaga, Carlos Guerrero, María Caminos. (Daniel Balmaceda. Escritor-referencias)