‒A
veces me siento tan sola aunque esté contigo‒comentó Rebeca en voz baja
mientras doblaba la chaqueta que iba a usar al día siguiente.
‒¿Por
qué, amor?
‒No
sé. Eres tan callado. No me cuentas lo que sientes, si sufres o no, si estás
feliz o te abruma esta convivencia. Si te aburres conmigo.
‒Estoy
bien.
‒No
parece.
‒Dejemos
de hacer planteos y pensemos en los hermosos días que nos esperan frente al
mar. ¿No es maravilloso?
‒Sí.
Trataré de disfrutar mucho de este viaje inolvidable.
Por
otro lado, Carl y Amy Bramson debatían los pormenores de aquella travesía con
alegría. Tenían que buscar a la mamá de Amy para que se ocupara de la casa y de
los niños mientras ellos estuvieran ausentes. Ése era todo un tema.
‒Doy
mi palabra de honor que va a aceptar‒dijo Amy ante las dudas de Carl porque la buena señora era muy independiente y no
le gustaba estar muchas horas de
niñera.
‒Podríamos
llamar, en todo caso, a mi mamá que es tan amorosa y le encanta venir de
visita, jugar y entretener a nuestros hijos.
‒¡Ya
nos vamos a pelear de nuevo!‒gritó Amy‒. Sabes que como mi adorada madre no hay
otra.
‒¡Las
mujeres! ‒exclamó Carl cansado de hablar de las suegras.
La
conversación, casi frívola, no se empañó en ningún momento por un mal augurio.
Ellos, a pesar de ser muy amigos de Rebeca y el esposo, no sabían de la
enfermedad. El matrimonio Cooper-Taylor lo mantenía en secreto porque no quería
que la gente mirara a Rebeca con compasión ya que era tan joven. Esa cruz no
podía cargarla, era doble, y la quebraba…
Para salir de los atajos
hay que estar bien de espíritu.
Rebeca
eso lo sabía muy bien. Se necesitaba fuerza y valor, tener el alma pura de
sentimientos negativos y soñar con aquello que podría ser posible: la sanación.
‒Yo
creo que después de esta hermosa experiencia, Rebeca va a quedar
embarazada‒comentó Amy.
‒Puede
ser.
‒¡Sí
que eres corto de palabra! Ay… sí. Sería maravilloso. A ese matrimonio le falta
un niño.
Carl
se quedó cavilando unos instantes. Le sorprendían las palabras de Amy y también
lo tranquilizaban.
‒Un
hijo es una bendición y Dios sabe cuál es el momento indicado para enviarlo. No
hay que tener demasiadas expectativas.
‒Yo
la adoro a mi amiga Rebeca y pienso que ahora es su momento. Ella lo desea, lo
sé desde siempre.
Caminó
por un callejón lleno de perros y tachos, con grandes lagunas de agua estancada
y verde. Allí conocía a algunos amigos de esos que suelen caminar por rutas
oscuras.
‒El
barco de los ricos mafiosos está por zarpar ‒dijo uno.
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