8-GENOVEVA DEL CAMPO
Conrado
no dejaba de pensar en aquella mujer.
Miraba
los libros y trataba de retener los conceptos, pero la memoria se dispersaba e
imaginaba secuencias, abrazos a escondidas, romanticismo y sexo: un mundo
soñado que no conocía. Siempre al lado de aquella dama enigmática. No le
importaba el hombre que la acompañaba, ése era un detalle sin importancia
porque él era Conrado Iriarte, futuro médico, caballero del mejor rango social
y millonario. Superior en todo.
Esos
pensamientos, a los ojos de muchos, lo transformaban en soberbio y frívolo, en
un ser carente de sentimientos auténticos y verdaderos. De hecho, se comportaba
mal con Elena, su prometida, la olvidada niña triste. A él no le importaba qué
sentía Elena; sus padres se la habían impuesto, allí de frente, como un regalo
que no podía rechazar y Conrado no tuvo coraje para decir que no. Es más la
consideró apropiada para el matrimonio: bella, honesta, inteligente y callada.
Conrado
Iriarte sabía que el amor era otra cosa. No podía buscar ejemplos; sus padres
no lo demostraban. Nunca los vio abrazarse, tampoco vio gestos amorosos de
cariño. Sin embargo, parecían ser el uno para el otro.
−¿Ya
te vas a la Universidad?
−Sí,
madre –respondió frente a la mesa rectangular cubierta por un mantel rosado y
tazas de té Royal Albert Pompadour propiedad de la abuela Águeda. Las niñas ya
estaban por llegar a la velada y Conrado deseaba escapar para no verse
atosigado por aquella bandada de cotorras. ¡Qué malo! Elena estaba allí y era
su novia. Antes de alejarse, vio a Tomasa con un uniforme azul recostada contra
la pared y abanicándose con un diario. Calor no hacía, pero la criada se
hallaba extenuada. Pensó que tendría que actuar porque su madre, ocupada con
sus males del corazón, la ignoraba.
Los
coches se acercaban y Conrado escapó por una arteria lateral. No quería
cruzarse con Elena. Sus pensamientos confusos lo llevaban a un atolladero, a un
callejón sin salida. De lejos, vio que regresaba su padre de las consultas, y
pensó en el hastío que seguramente le causaría soportar la reunión bulliciosa y
absurda de las muchachas.
Doña
Emilia, en la puerta, le tomó el abrigo y el sombrero para ubicarlos en un
armario en la entrada del zaguán. Don Amadeo miró con indiferencia la mesa
servida porque sabía que ese día debía ocultarse hasta tarde en su despacho o
en el cuarto. El bullicio lo dejaba sin raciocinio. Demasiadas tonterías juntas
lo transformaban en un viejo agrio, pero no podía disimular. Doña Emilia se
adaptaba y prefería que Nieves estuviera en la casa antes de que fuera a la de
otra familia y menos a la de Genoveva del Campo. De todas maneras, conservaba
la ilusión, casi remota, de que aquella niña no apareciera por la residencia.
−Madre,
¿cómo me veo?
−Preciosa.
Una reina. Me gustan esos bucles y el lazo.
−Es
que Tomasa sabe cómo hacer estos cañoncitos.
Pobre
criada, hasta de peluquera tenía que hacer. Ella al servicio de todos y cada
uno, con el corazón en un hilo y el vacío dentro del cuerpo. Ya no podía más y
no se animaba a confesar nada porque la enviarían al médico o a que don Amadeo
la revisara y no quería. Se negaba a ser asistida porque le temía a los
facultativos.
Alguna
vez comentó que alguien de la familia había muerto por un medicamento mal
administrado. ¿Sería por eso que le huía a los médicos? Pero los malestares la
cercaban y la tristeza le ponía la soga al cuello.
¿Cómo
manejar ese hueco que no se llenaba con nada?
¿Antes
no se sentía así?
El
futuro inexistente en ese horizonte negro, le decía que el presente era lo
único que le quedaba a mano y que debía exprimirlo antes de la noche porque con
cada sombra se moría un poco. Estaba agotada de la rutina, de los problemas de
los otros y de sus egoísmos, de cada amanecer y de “la tertulia de las
damitas”.
Ese universo ajeno era otra mortaja de condenado.
Genoveva
del Campo se había sentado en el otro extremo de la mesa, frente a Nieves, y en
dirección a la escalera que conducía a las habitaciones. No dejaba de mirar,
con curiosidad aberrante, todos los vértices de la casa y los ventanales que
dejaban al descubierto los jardines. Aunque era invierno y estaban algo
desnudos. Ese día llovía mansamente sobre la ciudad y el calor de las bujías
hacía el ambiente más acogedor.
**
No hay comentarios:
Publicar un comentario