7-LA CIUDAD DE LOS ESPEJOS
Arrebatarle la vida…
La paciencia es una llama
que se extingue con el viento.
Se abren grietas
profundas… Ya no se evaporan las lágrimas porque ruedan como filigranas de
humo: en las veredas, por los caminos del frío, junto a los muros desangrados
por la barbarie.
¿Dónde está la paz?
Sólo veo sombras
multiplicadas, multitudes sembrando vacíos, tiempos perdidos…
Fidel
y Martina le tenían terror al fin del mundo. Alguien lo había anunciado para el
año 2000, pero por el momento no pasaba nada. Dicen que la hija de Rosario, en
la chacra vecina, se la pasaba llorando. Eso era ingenuidad de niños, había que
ser más maduro y realista.
¿El
fin del mundo? ¿Cómo? ¿Dónde?
Susan
criaba a Alma con dedicación y esmero igual que siempre, y nadie le preguntaba
nada. Aníbal, su hermano, la miraba de lejos. Era raro, un hombre que guardaba
demasiadas batallas dentro. Había vivido la experiencia de conocer de cerca la
vorágine de los años ´70, pero se alejó y se recluyó en el campo. Abandonó la
carrera de abogacía para arar el surco, pero no era feliz. Algo lo atormentaba.
Fidel y Martina no se daban cuenta. Lo veían normal con esa apatía adormecida
de profesional sin título.
A
Aníbal no le gustaba ensuciarse la ropa con el polvo de los senderos que se
levantaba con el viento del norte. Él era un doctor sin diploma que viajaba en
el auto verde botella todos los días al pueblo y regresaba tarde. Nadie le
preguntaba nada porque no quería hablar. Siempre distante y pensativo.
−Viene
un auto por el camino grande –exclamó Martina y escuchó que Susan escapó hacia
las habitaciones oscuras.
La
camioneta negra con letras blancas era, en efecto, de los agentes policiales
que se acercaron a la casa con demasiada velocidad y levantaron el alboroto:
ladridos de perros, aleteos de gallinas y palomas.
−Buenas…
−dijeron.
Fidel
a las autoridades les tenía respeto.
Por
una extraña razón, que nadie sabía, solía esconderse cuando los veía venir. Por
lo general, buscaban vender bonos o alguna rifa o colaboración, pero Fidel les
tenía desconfianza y hasta los recibía con recelo. Intentaba no demostrar esa
fobia que lo paralizaba con sonrisas de paso.
−Oiga,
don, estamos buscando a un crío que se robaron.
−No
entiendo.
−En
el pueblo desapareció el hijo de una familia. Un niño recién nacido.
−¿Y
yo qué tengo que ver?
−Espero
que nada. Tenemos que entrar a revisar la casa.
−¡No!
–gritó Martina−. No lo voy a permitir, es propiedad privada.
−Nosotros
somos la autoridad, doña. No sea desacatada y colabore. Si no hizo nada no hay
problema.
−Viejo,
por favor.
Fidel
se quedó tieso, parado en la puerta, y Martina se acurrucó junto a la cocina de
leña. Permanecieron mudos, esperando lo peor. Imaginaban que se llevarían a
Susan por la fuerza para interrogarla.
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