2-LA EXTRAÑA CARTA
¡Busquen a la niña!
Guillermo
permanecía en la sacristía. Había ido a hablar con el padre Roque porque sentía
la necesidad imperiosa de desahogarse. Aquellos huesos amarillos, el polvo de
los ladrillos, los gatos en cortejo maullando desesperados y finalmente la
carta de Clara Franch, lo habían aturdido demasiado. Su vida en paz se había transformado en un
caos. Él era el niño bueno de la casa, el que su padre Salvador amaba y
admiraba, ¡tan diferente! Roberto y Mía le parecían lejanos y ajenos, con otro
color de sangre y otro destino. La carta de Clara junto al revólver de su padre
lo envolvía en la misma tela, en ese halo sobrenatural, sin encontrar
respuestas.
−Dicen
que mi madre está presa porque mató a mi padre.
−Es
todo tan confuso, hijo –respondió el padre Roque−. Los huesos de esa mujer no
fueron reclamados y los sepultamos en el patio de la iglesia. Creo que ella
deseaba eso.
−Porque
allí están las cenizas de mi padre.
−Entonces
es verdad lo que dice la carta. Habría que entregarla a la policía. Tal vez,
así dejen en libertad a tu madre.
−No
sé qué pensar. Sabe que en otras épocas yo mismo me encontraba, de repente, con
una mujer enigmática, blanca y celestial, que me miraba con un amor inmenso y
me trataba como su hijo. Siempre estaba rodeada de gatos que la seguían, por
eso después fueron todos al campanario, para dormir con ella, para acompañar su
descanso eterno y reclamar justicia con sus mirada hipnóticas.
−Ahora
que lo cuentas, recuerdo a una mujer extraña que confundía la iglesia con un
cementerio y que dejaba al descubierto sus huesos amoratados.
−Yo
creo que era mi madre.
−¿Qué?
No puede ser, te dejas llevar por esa historia poco creíble.
−Es
que ella amaba a papá, y se quedó sola toda la vida para esperarlo…
−¿Esperarlo?
Si lo amaba ¿por qué lo mató?
−Para
vengarse.
−Entonces,
no era tan buena.
En el fondo Guillermo no creía que pudiera ser su hijo porque era el menor. Su padre no había vuelto a ver a Clara Franch después de que se casó con Dolores. La dejó por ella y por su absurda manipulación sexual. Ahora, Guillermo, el sacerdote caritativo y humano, diferente a todos, estaba más confundido que nunca y nadie podía aclarar sus dudas, sólo Dolores y estaba en la cárcel. La buscaría y le entregaría la carta a su abogado o a un juez. No sería fácil, pero no podía quedarse con las manos cruzadas mirando pasar los días en la oscuridad del claustro. Aunque le había prometido al padre Roque que en la casa abandonada, al lado de la parroquia, levantaría un comedor para niños y adultos carenciados. Necesitaba ayudar a otros que solos no podían salir adelante. La vida ingrata los golpeaba y él había llegado a la tierra para devolverle la cura a esos corazones demasiado castigados.
“Cuando
vivía papá todos lo veían como un impedimento, la trampa que los tenía
amarrados, que no les permitía ser libres para buscar el destino. Yo lo miraba
desde mi lugar humilde, sin nada, desprovisto de lo más elemental, y los veía
peleándose por dos pesos, con la mezquindad y la avaricia desmedida. Luego cuando
papá murió o lo mataron, ellos entraron en un laberinto sin freno ni límite y
fueron cayendo por un barranco envueltos en brumas, desolados, aturdidos,
locos… ¡Qué triste!”, pensó Guillermo mientras tomaba un café solo en la
iglesia, y los ecos de aquellos muros lo envolvían con sus plegarias
intrigantes. ¡Cuántas escaleras y sótanos! ¡Cuánto ser vivo que parece muerto!
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